El deseo de buscar espacios para el silencio es algo innato
del ser humano, como una necesidad vital para ir descubriendo el sentido de lo
que haces y eres, y para dar a las cosas su justa dimensión.
Este curso ha sido especialmente intenso. He vivido
situaciones complejas que no esperaba, a veces agotadoras, que se han
convertido en retos para crecer y encontrar respuestas en ese cosmos inmenso
que es el corazón humano.
Por fin, ya en verano, he podido pasar unos días fuera,
descansando en medio de la naturaleza en un valle hermoso, bañado por un
riachuelo y en medio de trigales a punto para la siega, donde apuntan las espigas
que, con el viento, parecen olas de oro desprendiendo un rico aroma de miel. Y
por encima de este océano de espigas se extiende la bóveda azul del cielo.
Pese a las altas temperaturas, estar en medio de este
paisaje con la brisa que susurra entre los árboles es una auténtica maravilla.
Solo ante la inmensidad de los campos, bajo el cielo claro y el sol, que da luz
y embellece todo cuanto ilumina, he contemplado mil detalles con nitidez: las
cumbres lejanas, los contrastes y texturas del monte, el hilo del arroyo que se
desliza cruzando el árido camino… He escuchado el trinar armonioso de los
pajarillos y el rugido del viento al mediodía. Todo invita al silencio para
poder digerir tanta belleza y dejar que las sensaciones penetren en el alma
hasta estremecerte.
Aprender a estar callado ante la creación permite ver en ella
la inmensa generosidad del Creador hacia el hombre e iniciar un diálogo sereno
y agradecido, disfrutando del placer estético y de un sentimiento de plenitud.
La naturaleza me envuelve en un silencio amoroso que me hace descubrir esos
cofres de oro que hay en el corazón de la persona. Sólo desde el silencio se
aprende el valor de una palabra justa y necesaria. Se aprende a no idolatrar la
comunicación verbal y se descubre la palabra que tiene sentido.
El silencio no sólo ayuda a contemplar las maravillas que
hay fuera de ti, sino el misterio escondido que invade al ser. Tanto, que
cuando pasas unos días serenos, en silencio y soledad, esa misteriosa marea
interna fluye a la superficie de tu existencia y te das cuenta, sobrecogido, de
las cimas que tienes que ascender para saber quién eres, qué haces, qué tienes.
Un auténtico encontronazo con tu realidad más primigenia. Es decir, encontrarte
con tu propia identidad. El silencio es como una pista de despegue que te lanza
al Infinito con mayúscula: Dios. Y hacia la finitud de tu propia realidad
existencial. Cuanto más alto vuelas en busca de sentido y propósito, más te
topas con una realidad que te ultrapasa, que va más allá de ti mismo, y a la
vez te encuentras con tu pequeñez. Somos diminutos, pero llamados a una
aventura trascendental. Cuanto más alto, más belleza descubres en el firmamento
de tu vida, pero al mismo tiempo vives con mayor realismo, pisando de pies a
tierra. No es otra cosa que encontrarte con tu propia realidad limitada, pero
con una gran libertad que te lleva a hacer cosas extraordinarias.
Reconocer la pequeñez es vivir anclado en la humildad, y
sólo desde esta daremos alas a la libertad para vivir nuevas hazañas.
La verdad es que han sido unos días muy fecundos para mi
alma. Dejarme envolver por el silencio, oír el susurro de la brisa o el canto
de las golondrinas al amanecer, sentir en la piel la caricia del viento, oler
la fragancia de las espigas, admirar el constante estallido de belleza, todo
esto ensancha el corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario