domingo, 8 de diciembre de 2019

Más allá de nuestra finitud


La grandeza de lo humano


El ser humano está llamado a desplegarse en toda su potencialidad. Desea crecer, relacionarse, amar e ir más allá de sí mismo hasta alcanzar la infinitud, la trascendencia. Tiene un coraje innato, incluso le gusta arriesgarse hasta el límite. Juega, explora, camina sobre una cuerda ligera, como los trapecistas en el circo. Sin miedo a lanzarse en el vacío, le gusta volar por el aire, surcando en parapente el inmenso cielo. Juguetea con los vientos que lo llevan de un sitio a otro y se desafía a sí mismo subiendo a las altas cumbres o buceando hasta lo más profundo del océano. Con la misma pasión, acomete las hazañas más grandes, convirtiéndose en un héroe. Es capaz, incluso, de llevar su vida al borde de la muerte. Sus gestas lo hacen muchas veces invencible, señor y dueño de todo reto que se proponga, por muy difícil que parezca. Así es el hombre: apasionado, lúdico, valiente, arriesgado, libre y con aspiraciones muy altas.

Esta grandeza de miras hacia el infinito, que lo define, se une a unas enormes ganas de proyectarse hacia el futuro. Pero cuando se trata, ya no tanto de trascenderse a uno mismo, sino de zambullirse en sí mismo, el reto es aún mayor.

Quizás queremos demostrar al mundo lo que somos capaces de hacer, no tanto lo que somos. Mirando hacia afuera nos sentimos más estimulados porque, en el fondo, queremos dejar huella de nuestro paso y que los demás nos valoren. Nos gusta ser contemplados y apreciados por nuestras hazañas. 

Abrazar los límites


Entonces es cuando nos topamos con nuestros límites. Queremos dar una imagen ante los demás, y esta imagen puede condicionar nuestras relaciones.

Pero lanzarse al abismo de nuestra profundidad existencial requiere de la misma gallardía que coronar una cima o surfear en medio del océano. Ya no se trata de correr riesgos ante la naturaleza hostil, sino de retarse a uno mismo y descubrir la auténtica vocación de nuestra vida.

Y esto es más complejo que escalar una pared vertical o bajar al interior de una cueva, a kilómetros de profundidad. Lo cierto es que descender hasta el núcleo de nuestra vida implica tener un coraje enorme, que nos lleva a enfrentarnos con nuestros miedos más enquistados en lo hondo del corazón.
Cuando nos topamos con la realidad de nuestro ser; cuando descubrimos que no somos capaces de gestionar un pequeño contratiempo y perdemos el control de nuestras emociones; cuando no contenemos nuestras palabras y no podemos digerir nuestra situación, reaccionamos de forma extraña e incluso violenta. Un revés inesperado podemos sobredimensionarlo hasta la exageración.

Es entonces cuando aparece el miedo al otro, generando inseguridad. Una pequeña dificultad es un gran obstáculo para avanzar, y esto nos muestra cómo somos realmente. Nos es más fácil desentrañar los misterios del cosmos que comprender el pequeño microcosmos de nuestro ser. Nos da vértigo hacernos la gran pregunta que da sentido a nuestra vida. ¿Quién soy yo, en realidad? ¿Qué hago y para qué he venido al mundo? ¿Sólo para surcar cielos, o para dar razón a lo que hago, siento y anhelo? Esto lo descubriremos si somos capaces de ir hasta las raíces que nos configuran. Y veremos que avanzamos, no hacia el infinito, sino hacia la finitud.

Nos da miedo el otro. Nos dan miedo la muerte, el dolor, la soledad. Nos asusta rozar nuestros límites, fragilidades y contradicciones. Tenemos pánico a reconocer que somos mortales, que un día dejaremos de ser. El duelo nos aterra y huimos, porque no queremos reconocer que somos de carne y hueso, perecederos, y que nadie va a impedir que atravesemos la sombra de la muerte: ni nuestras creencias, ni nuestras religiones. Estamos abocados a la caducidad de la vida. ¡Cuánto nos cuesta abrazar nuestra realidad caduca y mortal! Nos creemos alguien porque seremos capaces, algún día, de salir de nuestra galaxia. Pero ¡qué poquita cosa somos cuando recordamos que nos convertiremos en cenizas! Sólo reconociendo nuestra corporeidad y nuestros límites mentales seremos capaces de aceptar que, o somos así, o no seríamos. La única forma de estar en la vida es de esta manera, es decir, hemos de aceptar con humildad nuestros orígenes y nuestro fin. Es la única forma de existir. Cuando aceptemos con serenidad nuestros límites físicos y nuestro pasado, por mucho que nos disguste, bucear hacia adentro se convertirá en una victoria. Aceptar que no soy quien quisiera ser, ni hago lo que querría hacer, es el primer antídoto contra el miedo, y el primer paso para explorar mi océano interior.

Un nuevo horizonte


Mi pasado y mi presente empiezan a tener sentido en la orilla calmada de la vida. Miro la realidad de otra manera, ya no importa brillar más allá de lo necesario, ya no tendré miedo al dolor, a la enfermedad, ni siquiera a mis contradicciones. He descubierto que en el paquete de mis genes estaban incluidos, desde mi nacimiento, mis límites, mi caducidad, mi muerte. No tendría vida si no fuera así.
Una mirada sosegada ante la realidad nos permitirá abrirnos a una dimensión nueva. Nos haremos otra pregunta: ¿Hacia dónde voy? ¿Tiene sentido todo, si todo ha de acabar? ¿Y si hay algo, o alguien, que es el motor de todo? ¿Y si hay una mano creadora que, fruto de una intención amorosa nos ha hecho existir, para ser capaces de atravesar el muro de la muerte? Si es así, la misma muerte tiene sentido, porque es el salto definitivo a una nueva realidad que trasciende toda lógica. Si al nacer recibimos el aliento divino, capaz de traspasar todo límite, ¿será la muerte el final? ¿Y si el final no es una cavidad en la tierra, sino el anhelo real de subir hacia las alturas? ¿Y si el destino último del hombre es el encuentro con Dios, más allá, en la inmensidad del cielo? Muchos se dan cuenta de que realmente es así. Cuando les queda un último instante de vida, un suspiro antes de su muerte, lo comprenden todo. Por mi vocación, me he encontrado acompañando a muchos enfermos que, en la agonía, me han confesado: Ahora sí que entiendo que todo tenía un sentido y un propósito. Y con paz, sigilosamente, se van hacia el otro lado, donde descubren unos brazos amorosos que los están esperando.

Abrazar la vida es aceptar lo que somos. El miedo no cabe porque nuestra última realidad no es desaparecer en la nada, sino encontrarnos con Alguien que nos ha hecho y nos ha estado esperando siempre. Aquí empieza, de verdad, la gran aventura.

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