domingo, 10 de noviembre de 2019

Falsos paraísos


La búsqueda de la felicidad es algo absolutamente natural y necesario en el ser humano. Estamos concebidos para saciar el anhelo de plenitud que todos llevamos dentro. Necesitamos experiencias de afecto, acogida, ternura y confianza. Pero también necesitamos desafiarnos a nosotros mismos y aspirar a unas metas. Es tan importante tener unas relaciones estables como un propósito vital. Todos necesitamos soñar, sentirnos queridos, apoyados y potenciados; tener un espacio para la convivencia apacible y serena, confiar en los demás, compartir y hacer fiesta. No podemos ser felices solos, aun asumiendo las dificultades que implica toda convivencia y la falta de sintonía. A veces, lo que es legítimo y deseable no se consigue o, si se consigue, no siempre se mantiene, porque se producen tensiones que pueden llegar a romper la convivencia.

Ese deseo de una vida plena está inscrito en nuestra estructura psicológica y social. La soledad se convierte en un gran temor para muchas personas. Los demás son clave para la felicidad. Pero también son causa de sufrimiento cuando las relaciones no se fundamentan bien.

Una fiesta que no acaba bien


Hace poco estuve con unos amigos en un lugar donde se celebran comidas familiares y eventos. Junto a nosotros, unos jóvenes celebraban una fiesta de cumpleaños. Me llamó la atención porque todo empezó con saludos afectuosos, alegría, miradas cómplices, conversaciones animadas y buen ambiente, en un entorno amistoso y lleno de cordialidad. Pero, a medida que pasaba la tarde, todo fue cambiando. Pusieron música, bailaron. El alcohol corría de vaso en vaso y la cerveza de lata en lata. El tono de voz se fue elevando, con el ritmo de la música. De la tranquilidad de la comida pasaron al vocerío, la exaltación y el ruido. Incapaces de controlarse, los jóvenes —y los adultos que estaban con ellos— no dejaban de beber y de contonearse frenéticamente. Poco a poco sus miradas se volvieron vidriosas, la voz se les hacía pastosa, algunos perdían el equilibrio y les costaba mantenerse en pie. Chicas y chicos aparentemente normales, cordiales, respetuosos e incluso un poco tímidos cuando están sobrios, se transforman con la música y el alcohol, hasta perder el control de sí mismos.

Me fui preocupado, pensando cuántas fiestas como esta se celebran cada fin de semana. ¿Cómo es posible llegar hasta aquí?  ¿Por qué necesitan pasar de la tranquilidad amistosa al ruido descontrolado y a la embriaguez? ¿Qué les ocurre a nuestros jóvenes? Durante la semana se portan como “buenos chicos”, cumpliendo con sus obligaciones, estudios y trabajos, pero cuando llega el fin de semana se transforman y se abandonan en esta catarsis, explotando como una botella de champán agitada, con toda su efervescencia, como si vivieran reprimidos y necesitaran estallar. ¿Son conscientes del daño que se están causando a sí mismos?

Me alejé con un profundo dolor en el alma. Si esto se repite cada fin de semana, y hay muchos que viven así, este estrés lúdico acabará haciendo mella en su salud, aparte de la adicción que puedan contraer. El exceso de alcohol y de azúcar dañará irreparablemente su cerebro y les pasará factura al cabo de los años, tanto en lo físico como en lo emocional.

¿Qué hay detrás de esta huida?


Llegué a casa e hice una consulta por Internet sobre el consumo de alcohol y los jóvenes, y quedé horrorizado al constatar la terrible dependencia que se da, cada vez a edades más tempranas. El alcoholismo es una auténtica pandemia que afectará la estabilidad económica y social de todo un país. Miles de jóvenes esperan el fin de semana para entregarse al ritual de la bebida. Los daños físicos, psicológicos y familiares que esto causa son alarmantes. Los expertos avisan a los gobiernos para que tomen medidas de todo tipo si quieren mantener la salud y el sistema sanitario del estado.

Pero, más allá de los estudios y las cifras, me surgen muchas preguntas. ¿Por qué los jóvenes buscan un paraíso artificial, falso y virtual? ¿Por qué huyen de la realidad? ¿No son felices en sus casas? ¿No les gusta trabajar, o estudiar? ¿No tienen buenas relaciones con sus padres? ¿Carecen de referentes educativos? ¿Tienen claro lo que quieren? ¿Se proponen metas? ¿Tienen problemas de identidad? ¿Están cansados de vivir, de caer en la rutina, y la vida se les hace insoportable? ¿Les han enseñado a gestionar sus emociones? ¿Qué entienden por libertad?

Frágiles, inseguros y sin futuro, son pasto de una sociedad de consumo que los manipula desde la infancia, comenzando con los dispositivos móviles, la publicidad, la moda, el culto al yo y al aspecto físico. Flotando en la nada, vulnerables e incapaces de encontrarse a sí mismos, sobreviven creándose paraísos alternativos para poder resistir la náusea existencial.

Perdidos en el vacío más profundo, el alcohol es la gran solución para esquivar la realidad tal como es y afrontar los retos difíciles. Es una huida hacia ese cielo efímero donde no hay que pensar, ni decidir, ni sufrir. Aunque el despertar sea mucho más amargo.

Recordé a estos muchachos y me dio la impresión de que naufragaban en una noche oscura de tormenta, en medio del océano de sus vidas. ¿Qué salida puede haber para ellos? ¿Cómo ayudarles?

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