La búsqueda de la felicidad es algo absolutamente natural y
necesario en el ser humano. Estamos concebidos para saciar el anhelo de
plenitud que todos llevamos dentro. Necesitamos experiencias de afecto,
acogida, ternura y confianza. Pero también necesitamos desafiarnos a nosotros
mismos y aspirar a unas metas. Es tan importante tener unas relaciones estables
como un propósito vital. Todos necesitamos soñar, sentirnos queridos, apoyados
y potenciados; tener un espacio para la convivencia apacible y serena, confiar
en los demás, compartir y hacer fiesta. No podemos ser felices solos, aun
asumiendo las dificultades que implica toda convivencia y la falta de sintonía.
A veces, lo que es legítimo y deseable no se consigue o, si se consigue, no
siempre se mantiene, porque se producen tensiones que pueden llegar a romper la
convivencia.
Ese deseo de una vida plena está inscrito en nuestra
estructura psicológica y social. La soledad se convierte en un gran temor para
muchas personas. Los demás son clave para la felicidad. Pero también son causa
de sufrimiento cuando las relaciones no se fundamentan bien.
Una fiesta que no acaba bien
Hace poco estuve con unos amigos en un lugar donde se
celebran comidas familiares y eventos. Junto a nosotros, unos jóvenes
celebraban una fiesta de cumpleaños. Me llamó la atención porque todo empezó
con saludos afectuosos, alegría, miradas cómplices, conversaciones animadas y
buen ambiente, en un entorno amistoso y lleno de cordialidad. Pero, a medida que
pasaba la tarde, todo fue cambiando. Pusieron música, bailaron. El alcohol
corría de vaso en vaso y la cerveza de lata en lata. El tono de voz se fue elevando,
con el ritmo de la música. De la tranquilidad de la comida pasaron al vocerío,
la exaltación y el ruido. Incapaces de controlarse, los jóvenes —y los adultos
que estaban con ellos— no dejaban de beber y de contonearse frenéticamente.
Poco a poco sus miradas se volvieron vidriosas, la voz se les hacía pastosa,
algunos perdían el equilibrio y les costaba mantenerse en pie. Chicas y chicos
aparentemente normales, cordiales, respetuosos e incluso un poco tímidos cuando
están sobrios, se transforman con la música y el alcohol, hasta perder el
control de sí mismos.
Me fui preocupado, pensando cuántas fiestas como esta se
celebran cada fin de semana. ¿Cómo es posible llegar hasta aquí? ¿Por qué necesitan pasar de la tranquilidad
amistosa al ruido descontrolado y a la embriaguez? ¿Qué les ocurre a nuestros
jóvenes? Durante la semana se portan como “buenos chicos”, cumpliendo con sus
obligaciones, estudios y trabajos, pero cuando llega el fin de semana se
transforman y se abandonan en esta catarsis, explotando como una botella de
champán agitada, con toda su efervescencia, como si vivieran reprimidos y
necesitaran estallar. ¿Son conscientes del daño que se están causando a sí
mismos?
Me alejé con un profundo dolor en el alma. Si esto se repite
cada fin de semana, y hay muchos que viven así, este estrés lúdico acabará
haciendo mella en su salud, aparte de la adicción que puedan contraer. El
exceso de alcohol y de azúcar dañará irreparablemente su cerebro y les pasará
factura al cabo de los años, tanto en lo físico como en lo emocional.
¿Qué hay detrás de esta huida?
Llegué a casa e hice una consulta por Internet sobre el
consumo de alcohol y los jóvenes, y quedé horrorizado al constatar la terrible
dependencia que se da, cada vez a edades más tempranas. El alcoholismo es una
auténtica pandemia que afectará la estabilidad económica y social de todo un
país. Miles de jóvenes esperan el fin de semana para entregarse al ritual de la
bebida. Los daños físicos, psicológicos y familiares que esto causa son
alarmantes. Los expertos avisan a los gobiernos para que tomen medidas de todo
tipo si quieren mantener la salud y el sistema sanitario del estado.
Pero, más allá de los estudios y las cifras, me surgen
muchas preguntas. ¿Por qué los jóvenes buscan un paraíso artificial, falso y
virtual? ¿Por qué huyen de la realidad? ¿No son felices en sus casas? ¿No les
gusta trabajar, o estudiar? ¿No tienen buenas relaciones con sus padres?
¿Carecen de referentes educativos? ¿Tienen claro lo que quieren? ¿Se proponen
metas? ¿Tienen problemas de identidad? ¿Están cansados de vivir, de caer en la
rutina, y la vida se les hace insoportable? ¿Les han enseñado a gestionar sus
emociones? ¿Qué entienden por libertad?
Frágiles, inseguros y sin futuro, son pasto de una sociedad
de consumo que los manipula desde la infancia, comenzando con los dispositivos
móviles, la publicidad, la moda, el culto al yo y al aspecto físico. Flotando
en la nada, vulnerables e incapaces de encontrarse a sí mismos, sobreviven
creándose paraísos alternativos para poder resistir la náusea existencial.
Perdidos en el vacío más profundo, el alcohol es la gran
solución para esquivar la realidad tal como es y afrontar los retos difíciles.
Es una huida hacia ese cielo efímero donde no hay que pensar, ni decidir, ni
sufrir. Aunque el despertar sea mucho más amargo.
Recordé a estos muchachos y me dio la impresión de que
naufragaban en una noche oscura de tormenta, en medio del océano de sus vidas.
¿Qué salida puede haber para ellos? ¿Cómo ayudarles?
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