Siempre he creído bueno, desde un punto de vista pastoral, celebrar la Navidad con la comunidad parroquial. Aunque ya nos vamos preparando litúrgicamente con los cuatro domingos de Adviento y poco a poco vamos entrando en el misterio del nacimiento de Jesús, con un claro mensaje de esperanza, nos falta algo más.
Del altar al ágape
Hemos de aprender a pasar de la mesa del altar a la mesa del ágape, donde, además de compartir alimentos que nos dan energía compartimos experiencias que nos hacen más conscientes de nuestra realidad comunitaria. El 18 de diciembre me encontré para comer con aquellos que quisieron, pudieron o los que supieron hacer un plus de esfuerzo, porque calibraron la importancia de la convocatoria que les hacía su rector. Otros desearon venir pero no les fue posible, por diversas razones.
Fue un evento intenso y hermoso en torno al sacerdote. Iniciamos la comida cantando, con una clara manifestación de alegría. Se produjeron momentos preciosos de gran hondura espiritual cuando, de manera espontánea, a la hora de los brindis, cada uno de los que estaban allí fue dejando brotar torrentes de vivencias que surgían desde su interior. Visiblemente emocionados, con sinceridad aplastante y con sencillez, todos hablaron desde el genuino latir de su corazón. Se expresaron desde el alma, compartiendo ricos testimonios, algunos de ellos auténticas hazañas que no dejaron a nadie indiferente. Entre la emoción y la sorpresa al escuchar aquellas experiencias que habían marcado a cada persona, el tiempo se deslizó dulcemente. Era hermoso contemplar la enorme variedad de cuantos estábamos allí: por edades, procedencia geográfica, sensibilidad y formación religiosa…, y ver cómo se lograba una profunda sintonía espiritual y un sentimiento de unidad. Todos vibrábamos, cada uno a su manera, formando una sinfonía de voces distintas y a la vez armónicas.
De los tantos que somos en las celebraciones, éramos poquitos, pero suficientes para mantener encendido el fuego de la comunidad. Aunque pudiera parecer que la llamita era pequeña y temblorosa entre las brasas, no importaba. Fue bastante para dar vida y calor a aquellos momentos tan plenos. Dios hará algún día que el viento de su Espíritu prenda y se encienda una mayor hoguera.
La importancia del banquete
Todos hemos de descubrir que reunirnos para alimentarnos del cuerpo y la sangre de Cristo también nos ha de llevar a comer juntos, porque en el ágape de una comunidad cristiana también él está presente, aunque no de forma eucarística. Su presencia entre los que se reúnen en su nombre es real. Un ágape te acerca al otro. Y sin el otro nuestra vida carece de sentido. En el evangelio aparece bien clara la importancia de comer juntos. Jesús lo hace con sus discípulos, con sus amigos y seguidores. Cuántas veces escuchamos, en su mensaje, la palabra “banquete”. El reino de los cielos es comparado a un gran banquete. Jesús empieza su vida pública en una boda, y la termina en una cena con sus amigos. De aquí se desprende el gran valor teológico que Jesús da al hecho de comer juntos. Jesús empieza y acaba su misión sentado a la mesa. Comer también tiene un valor sagrado, especialmente cuando se trata de reforzar la adhesión a la propia comunidad cristiana.
Éramos 25, y entre nosotros había latinos de Colombia y Ecuador, un grupo de fieles parroquianos de siempre, un matrimonio con sus niños, en total, un grupito de jóvenes de 6 a 80 años. Qué lección, compartir mesa y escucharnos. Es entonces cuando te das cuenta de que Dios toca el corazón de cada uno, seduce y enamora, y cada cual tiene una estrecha relación con él.
Dios hecho Niño nos une
La tarde comenzaba a caer en este solsticio de invierno y teníamos que descender de esos momentos culminantes y repletos de emoción. En torno al sencillo Belén que teníamos en la sala cerramos el encuentro cantando villancicos y rezando un Padrenuestro en círculo, mirando al Nacimiento.
Aquel niño a quien rezábamos y cantábamos había logrado tejer una mayor amistad entre nosotros, regalándonos un encuentro que, sin su presencia, no hubiera tenido sentido. Porque nuestra historia común, como cristianos, empieza en un pesebre, cuando Dios se hace bebé y despierta en nosotros una insospechada ternura. Desde ese momento, nos arrebata el corazón. Por eso, estemos donde estemos, allí donde haya una comunidad cristiana, Jesús será siempre nuestro centro.
Joaquín Iglesias
Navidad 2011
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