Siempre lo recuerdo amable y sonriente. Nuestros encuentros eran cortos, pero cada encajada de mano expresaba la sencillez de un hombre amigo de sus amigos, que conquistaba con su fino sentido del humor. Hombre muy querido por el barrio, por sus amigos, vecinos y, cómo no, por su familia, especialmente su esposa Conchita y sus hijos, siempre se mostraba cercano y atento.
Su mirada expresiva, entre pilla y desenfadada, lucía como el agua de un manantial. Así era su espontaneidad. Supo vibrar hasta los últimos momentos de su vida mientras se iba despidiendo, con dulzura, de todas las personas amadas, con un suave apretón de manos.
En su lecho de muerte, Conchita lo acompañó, ayudándole a vivir en paz esos momentos y procurando que nada le faltara. Cuando las fuerzas le flaqueaban, allí estaba ella, acurrucada en su corazón, respirando al unísono con él, con un amor que atravesaba el mismo umbral de la muerte.
Diego, allí estabais juntos, tú y Conchita, después de sesenta años de vida compartida. La fragilidad de la existencia se manifestó con toda crudeza en la enfermedad. Tú la desafiaste hasta el último momento, en que cerraste el ciclo de tu vida. Fue una enfermedad corta, una lucha acelerada que terminó con tu salto a la trascendencia, al lugar de los que viven para siempre en el abrazo eterno con Dios Padre.
Como párroco de San Félix, quiero agradecerte tu incansable y alegre colaboración en el grupo de Cáritas parroquial. De tus recias manos muchos pobres recibieron alimento y apoyo. Ayudaste a dar vida a otros. Eso es la caridad, la obra de misericordia básica: dar de comer al que no tiene. Tu ayuda inestimable en Cáritas contribuyó a que muchas personas que sufren a causa de la crisis pudieran recibir el bálsamo de la solidaridad. Hasta que tu enfermedad te lo impidió, no dejaste de acudir, aunque ya débil, siempre firme, amable, con humor, para ayudar a tus compañeros y estar al lado de los necesitados.
Pero ya te ibas. Marchabas hacia otra ruta, el destino último, la felicidad del encuentro con el Creador, Aquel que con su soplo de amor hizo posible tu existencia y que más tarde te regaló la flor más hermosa: tu esposa Conchita, y sus frutos, tus hijos, que han sabido acompañarte en el ocaso de tu vida.
Pero no olvidemos que, después de la noche de la muerte, siempre llega un nuevo amanecer, que escapa a toda ley física. La pascua de cada cristiano es su muerte, y Cristo nos regala también una resurrección. Cada alma atraviesa el universo para ir a parar al mismo corazón de Dios.
Conchita, hijos, familiares y amigos: Diego fue un hombre bueno que solo podía terminar junto a la bondad absoluta: Dios.
Diego: tus amigos, vecinos, tus compañeros y toda la comunidad de San Félix siempre te recordarán con gratitud.
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