Es un día frío de invierno, a finales de febrero. Un niño
llora desconsolado en los brazos de su abuela. De tez morena y cabello muy
negro, con grandes ojos tristes, hunde su cabecita entre los pechos de la anciana
y solloza. Se agarra a ella con todas sus fuerzas; no quiere soltarse.
Tiene solo dos años, pero conoce el dolor de haber perdido a
alguien que llenaba su vida. Su padre ha muerto, y el sentimiento de desamparo
invade su corazón. Ya no volverá a ver su rostro, no volverá a jugar con él; se
fue para siempre su referente, la presencia que lo confortaba y le ofrecía un
futuro. Llora sin cesar.
Su madre intenta, en vano, calmarlo. Joven viuda, con varios
hijos, en un pequeño pueblo de Extremadura azotado por el hambre de la
posguerra, toma una difícil decisión. Ella buscará trabajo en la capital y dejará
a los niños en un centro de acogida en la capital de provincia.
Llegado el día de la partida, el niño se niega a abandonar
aquel pueblo, aquella casa que alberga sus escasos recuerdos y su pequeña vida.
Cuanto más insiste la madre, con más fuerza llora y se aferra a los brazos de
su abuela. No quiere soltarse, no quiere romper el vínculo. La muerte del padre
ha sido una herida desgarradora; no quiere más separaciones. El gemido del niño
se hace cada vez más intenso. Pero la decisión de la madre está tomada.
Es arrancado violentamente de los brazos de la abuela y el
llanto se convierte en un grito de desolación. A la fuerza, lo llevan de la
mano y se deja arrastrar. Mira por última vez la calle donde aprendió a
corretear bajo la mirada de su padre. Se terminaron los juegos, la ternura, las
caricias. Atrás quedan los campos, el tufillo de las cabras, la hierba mojada
por el rocío matinal, el murmullo de las espigas salpicadas de amapolas. Entre
las lomas dejó los días felices, cuando su padre lo llevaba con él a apacentar
el rebaño. En la ciudad ya no volverá a saludar a la luna, que señalaba a su
padre con ojos brillantes y asombrados. El niño de dos años ha quedado herido
para siempre.
Lo arrancaron de su padre, de su abuela, de su familia, de
su pueblo y de sus amigos. Desde aquel día el sol no volvería a brillar sobre
el horizonte de su corazón. Resignado, se deja llevar. Algo ha muerto dentro de
él.
――――――
Pasó 14 años en el internado. Su timidez extrema lo llevó a
encerrarse en su mundo. Apenas se relacionaba con los demás, y se acostumbró
tanto a oírse llamar por un número, que olvidó hasta su apellido. Soportó mal
la estricta disciplina del colegio y el ritmo educativo, a golpe de pito y
castigos. Por supervivencia tuvo que adaptarse y enterró los sentimientos en lo
más hondo de su corazón y de su mente. Desconfiado y arisco, no quiso volver a
amar, quizás para no sufrir otro desgarro, otra separación.
No fue hasta la adolescencia que se atrevió a escoger
algunos amigos. Pocos, entre la timidez y la desconfianza. Cuando a los 14 años
salió del colegio para estudiar en el instituto, el cambio fue una bocanada de
aire para él. Empezó a forjar amistades y quizás a soñar planes de futuro.
Pero entonces, ya adolescente, volvió a vivir otra ruptura.
Cuando había aprendido a sobrevivir, sin hacerse más daño, su mundo interno se
sacudió de nuevo. Esta vez no lo arrancaron de los brazos de su abuela, sino de
su ambiente y de un mundo que había aceptado.
Su madre, que se encontraba en una mejor situación
económica, decidió reunir a la familia y llevar a todos los hijos a vivir con
ella, en Barcelona. El joven dejó el colegio para iniciar otra vida, muy
distinta, en una gran ciudad desconocida.
El corazón se le volvió a endurecer y cayó en una profunda
depresión. El nuevo hogar en la anónima Barcelona, sin personalidad, le resultaba
inhóspito. Le faltaban referencias morales, su frágil identidad se resquebrajaba
y se perdió en el laberinto de su propia soledad. Sus relaciones con los demás
se volvieron complejas y difíciles. Sometido a tratamiento con ansiolíticos, se
fue hundiendo en un pozo cada vez más hondo.
Hoy, ha levantado un grueso muro entre él y su familia. Vive
solo, desconectado. Lee con pasión, sobre todo a Sartre y a Bakunin. Camina por
las calles sin rumbo fijo y apenas se relaciona con nadie. Fantasea en su mundo
con la lucidez de la náusea existencial y la filosofía anarquista. Le gusta
pasar desapercibido y busca rincones tranquilos y verdes donde quedarse horas
leyendo a la sombra de un árbol. Quizás el rumor de sus hojas le conecta con
aquel pueblo perdido de su niñez, con los campos de trigo, con los encinares.
Falto de relaciones humanas, se alimenta de sus lecturas.
El niño, que hace casi sesenta años gritaba porque no quería
soltarse de los brazos de su abuela, hoy ya no quiere agarrarse a nadie y huye
hacia ninguna parte. Sin raíces, está totalmente solo. Lo hirieron y ya no cree
en los vínculos, no quiere volver a sufrir otra amputación, no tiene fuerzas
para soportarla y prefiere morir en su anónima soledad. No tiene a nadie, pero
nadie podrá dañar más su roto corazón. Se ha rendido y prefiere perderse en la
nada porque se siente nada, indigno
de otros brazos.
Esperando su ancianidad, los años caen como las hojas en
otoño, arrastradas por el viento, sin rumbo, sin otro sueño que morir huyendo.
¿Mereció ese niño de ojos negros y penetrantes quedarse sin
padre? ¿Mereció esta vida? ¿Es el misterio del mal, el destino o la mala
suerte? Quizás los golpes le sobrevinieron demasiado temprano, cuando su
personalidad todavía no estaba definida. O quizás era demasiado frágil y no
supo cómo afrontarlos, no tenía suficientes defensas. ¿Fue demasiado para él?
Cada uno es como es. Lo más duro es aceptar y ver cómo
algunos agonizan lentamente. Lo más trágico es que un día morirá solo y nadie
sabrá cómo, cuándo ni por qué. En el cielo, ¡entonces sí!, encontrará quien le
abrace. Allí están los que nunca se cansarán de esperarlo con los brazos
abiertos. Ojalá, aunque sea en el más allá, su corazón despierte y vuelva a
latir, esponjado de la dulzura y el calor que le han faltado durante tantos
años.
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