El frenesí de la vida diaria arrastra al hombre a
situaciones de estrés, violencia, cansancio, pérdida de referencia y de
valores. Progresivamente, la exigencia de su proyección laboral y profesional
lo va llevando a un ritmo vertiginoso, situándolo al límite de la angustia,
hasta convertirlo en un adicto a la aceleración que ya no puede parar. Es como
si jugara a la ruleta con su vida, el estrés y la ansiedad. Y así comienzan
muchas patologías.
Antes se hablaba mucho del valor del ser frente al tener.
Hoy damos culto al hacer por encima
del ser. Y nos volvemos dependientes de la actividad frenética. Hasta que,
cuando menos lo esperamos, salta la alarma en forma de diferentes
manifestaciones psicosomáticas que revelan un profundo vacío existencial.
Surgen la amargura, la tristeza, la depresión y los accidentes
cardiovasculares, las alteraciones neuronales, las adicciones, los malestares
crónicos… en algunos casos, hasta la muerte. No nos damos cuenta de que estamos
metidos en una carrera de ratas que
nos lleva a la desintegración total de la persona.
¿Qué nos ha pasado? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Hemos
valorado tanto nuestros egos, nuestra vanagloria, nuestro orgullo, que hemos
llegado a idolatrar el yo y sus obras. Cuando llegamos a este punto, nos
encontramos con los propios límites. No somos dioses ni supermanes. Es entonces
cuando nos topamos con nuestro terrible vacío existencial. Un sentimiento de
indigencia nos invade. Habíamos olvidado que somos mortales y que todo en el
ser humano tiene límites, desde nuestra altura y anchura hasta nuestra
capacidad intelectual y nuestra resistencia orgánica. Nos encontramos cara a
cara con nosotros mismos y nos damos cuenta de que, por mucho que vuele nuestra
imaginación, no siempre conseguimos las metas que nos proponemos, el corazón se
nos rompe cuando sentimos dolor por alguien, a veces la vida nos da reveses que
nos cuesta digerir, sufrimos la ruptura con alguien a quien hemos amado con
toda el alma, o la muerte de un ser querido. Sí, estamos limitados, física,
psicológica y moralmente.
Un camino hacia el interior
Cuando llegas con humildad a tener conciencia plena de tu
realidad, de tu propia contingencia, es cuando, desde ese túnel de ti mismo
podrás atisbar, a lo lejos, una luz. Y esa luz, a medida que seas más
consciente, brillará con más fuerza. Es la luz del yo, que ha empezado la
misión más importante de tu vida: descubrir los misterios de tu propia
existencia. Pero desde el realismo, desde lo que eres, no desde tu espejismo,
creado por tantas influencias que te han hecho desconectar del yo interior y
fragmentarte por dentro.
Cuando somos capaces de parar, detenernos con dulzura y con
paz hasta llegar a ser conscientes de nuestro misterio y liberarnos de la influencia
externa, empieza un itinerario de búsqueda espiritual, marcado por la libertad.
Ya no buscaremos en las cosas ni en lo que hacemos el sentido último de la
existencia. Cuando llegamos a la pregunta más trascendente y descubrimos que
hemos sido creados por unas manos amorosas, que nos han modelado con la única
intención de hacernos felices, encontraremos una respuesta que es la gran
liberación. Habremos llegado, entonces, a un momento culminante de la vida. Y
descubriremos en el reverso de todo a este Dios. Solo desde aquí pueden
recolocarse los valores, la familia, el trabajo, las ideas, el patrimonio, el sufrimiento,
la vocación… Desde Dios todo adquiere otra dimensión.
En el silencio y en la soledad no nos asustarán ni el
sufrimiento ni los propios límites, porque sabemos que somos obra de Dios y
que, aunque nos haya hecho mortales, la libertad y la felicidad forman parte
intrínseca de nuestro ser. En esto somos semejantes al que nos ha creado: un
Dios que es Amor, y por eso la plenitud de nuestra vida se realiza amando,
porque para eso fuimos creados.
Del frenesí pasamos a la contemplación, al silencio, a la
oración, a la humildad y la gratitud. Descubriremos que lo natural del hombre
no es la prisa, ni la amargura, ni la esclavitud. Es la alegría, la generosidad,
el amor. Es entonces cuando descubriremos el valor de nuestro tiempo y
dejaremos de gastarlo en cosas absurdas.
Tiempo para Dios
Dios me ha creado, no solo libre, sino en un espacio y en un
tiempo. Antes de crearme, Dios me soñó, me amó y dedicó un tiempo para mí.
¿Cómo no vamos a dedicar una parte de nuestro tiempo a Aquel que nos ha dado el
tiempo? Él no escatimó: sin prisas y con dulzura, con creatividad, nos fue
modelando hasta convertirnos en lo más precioso de la creación. Somos la obra culmen
de sus manos: no nos olvidemos de Aquel que nos insufló la vida.
Tener tiempo para Dios es connatural a nuestra realidad
existencial. Cuando olvidamos esto nos perdemos en el laberinto del propio
yo. Pero cuando sabemos parar y mirar al
cielo, sintiendo la presencia de aquel que siempre nos está mirando con amor, cuando
respiramos hondo y damos gracias, es cuando empezamos a conectar con Dios, que
siempre ha estado dentro de nosotros. ¿Cuál es la diferencia? Que ahora somos
conscientes de esa conexión.
Invertir tiempo para Dios es invertir en felicidad, para ti
y para los demás. Y cuando convertimos nuestro tiempo con Dios en oración, en
diálogo entre amigos, pasamos a ser algo más que creaturas: nos convertimos en
interlocutores, en hijos de la divinidad. De seres animados pasamos a ser seres
amados. Y aquí ya hemos dado un paso gigante. Entramos en la esfera de Dios
Padre y, por fin, dejamos que Él entre en la esfera de nuestro corazón. Toda
nuestra vida queda transformada.
Gracias por tu reflexión Joaquín
ResponderEliminarEl Dios que va siempre con nosotros, que nos acompaña y nos guía. Que nos sigue modelando en cada oración, en cada Palabra. Gracias por hacernos reflexionar en esta mañana en que se acumulan los sentimientos ante la próxima celebración de la Navidad. Gracias por hacer que me pare un ratito con el Señor
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