Después de un día ajetreado, deseaba sentir la brisa del
silencio y contemplar el cielo salpicado de estrellas, escuchando en mi corazón
la melodía de tu susurro. Cansado, al final de la jornada, necesitaba sentir la
calidez de tu presencia. Qué bien se está cuando se descubre que más allá de lo
mucho que pueda hacer, solo con tu mirada, llena de complicidad, me inunda una
paz desconocida que solo siento cuando me detengo y te escucho, en la soledad
silenciosa.
Ante ti no necesito decir nada, solo dejarme mecer en tu
corazón, con tu solícita mano que acoge mi cansancio y mis inquietudes.
Ni siquiera debo articular una palabra, porque tú ya sabes
lo que mi corazón siente. Contigo aprendo a callar, a no decir nada, a
abandonarme. Basta saber que estás aquí, conmigo.
He aprendido que lo importante cuando estoy contigo no son
mis palabras, sino tu silencio lleno de resonancias, tu presencia, casi
imperceptible. Solo cuando te siento respiro, atrapado por tanta belleza.
Cuando miro en lo más profundo de mi alma estás allí. Fuera y dentro. En mí y
en los demás.
Cuando soy consciente de esto me doy cuenta de que no me
hace falta caer en el voluntarismo. Sé que es imposible encerrarte en conceptos
o en esquemas mentales. Siempre estás vivo y amando, desde esa suave
discreción, pero tan real como el aire que respiro.
Cuando vamos hacia ti, tú has comenzado antes a caminar
hacia nosotros. Cuando creo que te tengo cerca, en realidad ya estás dentro de
mí. Porqué tú corres antes que yo corra hacia ti. Espero tu abrazo y tú ya me
lo has dado. Tengo la necesidad de decirte algo y tú ya me has hablado. Busco
el descanso y la felicidad, y tú te conviertes en mi descanso y en mi alegría.
Todo aquello que yo pueda anhelar, en Jesús ya me lo has
dado. Solo tengo que convertir mi vida en una constante oración: la del
apostolado, la del descanso y la de la celebración de mi fe. Y, sobre todo, la
oración contemplativa: sumergirme totalmente en ti, mi Dios.
Dejar que él penetre toda tu alma. Más allá de buscar
sensaciones, basta dejar que él te abrace. La vida de Dios no se concibe sin
ese abrazo universal a todas sus criaturas. Solo cuando se hace experiencia de
ese encuentro vital todo enmudece en el interior de uno mismo y comienza a
vivirse una hermosa fusión. Te conviertes en un solo corazón, lates al unísono
con Dios. Y la sensación de plenitud es inmensa. Rebosas de un gozo espiritual
inefable.
De tú a tú con Dios, a solas en el profundo silencio, suena
la música de su dulzura. Tu libertad con la suya, delante de él, vuelve a
recrearte y a sumergirte en la realidad más profunda de tu ser hombre. Entonces
descubres que participas de ese misterio inabarcable de su existencia. Tan
cerca, como decía Agustín, tan dentro de ti, que llegas a ser una sola cosa con
él.
Te sientes hijo en el Hijo, porque también fuiste
engendrado, fruto de su amor. Y aquí está nuestra dicha. Somos de Dios, por eso
no hemos de temer a nada ni a nadie. Ni la tormenta ni el rayo, ni la soledad ni
el sufrimiento, ni siquiera el sentimiento de indigencia espiritual. Somos
parte de él. ¿Qué hemos de temer, cuando estamos completamente en sus manos? Ni
el abismo más profundo ni la altura más vertiginosa hemos de temer, porque por
abajo él nos sostiene en sus manos, y en las alturas volamos en su regazo.
Nunca nos precipitaremos al vacío porque él nos sostiene y nos lleva hacia lo
alto, surcando la inmensidad del cielo con el viento de su Espíritu.
Es como si ya ahora viviera la plenitud del cielo, aquí en
la tierra. Su corazón ya es parte anticipada del encuentro definitivo en el
cielo. Cada vez que te sumerges en la oración estás viviendo, ya aquí, un trozo
de cielo. Te inunda una luz, una paz y un gozo que solo se siente cuando
experimentas la dulzura de su amor. Es como si ya no estuvieras aquí y te
lanzaras fuera de ti mismo porque ya estás anticipándote a una nueva
experiencia de los sentidos, como si ya entraras en el espacio de Dios. No
sientes la gravedad, los problemas y preocupaciones quedan lejos cuando te
dejas atrapar por él. Te saca fuera del tiempo y empiezas a vivir su tiempo.
Muchas veces he sentido esto. Tu psique no te pesa tanto. Estás con él. Y sientes
una libertad que no es meramente psíquica ni emocional, que va más allá de tus
limitaciones.
Sintiéndote tan amado comienzas a saborear lo divino que hay
en ti. Somos hijos de la Divinidad y, cuando nos fundimos con ella, nos
convertimos, fruto de ese amor, en un ser divino. Es como si en cada encuentro
con Dios nacieras de nuevo y, cuanta más conciencia de filiación con Dios más
participas de lo que es él. Por eso la plenitud del hombre y la medida de su
vocación humana se da cuando descubre que tiene a Dios dentro. Esto es a lo que
está llamado.
Cuando descubre su vocación humana ha descubierto también su
vocación cristiana y el sentido último de su existencia.
Tan misterioso que se nos escapa conceptualmente… y tan
cercano, que lo tenemos dentro. No hace falta que corramos hacia él porque, una
vez resucitado, Jesús forma parte para siempre de nuestra vida. Cuando somos
capaces de parar, respirar hondo, mirar a lo alto y dar gracias, estamos en su
órbita y nuestro corazón se ensancha. Nos mira y nos ama con un amor
desmesurado. Solo así entraremos en su tiempo y en su historia, lanzados a una
aventura llena de sorpresas que acrecientan el alma. Estamos hechos de él.
Somos hijos de su amor. De ahí nuestra búsqueda, fruto de un constante anhelo
de trascendencia. Cuando el hombre aprende a amar es cuando es plenamente
feliz. Este es el único deseo de Dios: la felicidad del hombre.
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