Tras la noche sosegada, durmiendo abandonado en el silencio,
que restituye todo mi ser, amanece un nuevo día. Me dirijo a paso suave y
rítmico hacia el lugar del milagro, a orillas del mar, donde el sol,
majestuoso, aparece en el horizonte. Sus destellos van bañando el mar y su luz
aleja la noche, en medio de una claridad rosada, de fuego.
En la ciudad, todavía se ve a poca gente, caminando hacia su
trabajo, o a algunos deportistas que hacen footing. No se detienen a contemplar
este hermoso regalo matinal.
En pocos minutos se obra el prodigio. El sol, cada vez más
intenso, asciende sobre el mar como un auténtico señor del día. El color rojo
se hace dorado y su brillo ilumina la playa y la ciudad. Es otro parto de la
naturaleza. Sin ese saludo, sin ese color, sin esa luz, la vida no podría
existir sobre la tierra. Dependemos absolutamente del sol, ¡y qué poco
conscientes somos de que la justa distancia, y la inclinación precisa de la
Tierra, han hecho posible la vida en nuestro planeta!
Nuestros ancestros sabían la importancia del sol, hasta
llegar a idolatrarlo como Señor de la Vida. Hoy, en cambio, vivimos a un ritmo
tan acelerado que nos hemos vuelto miopes. No sabemos ver la grandeza de los
acontecimientos de la naturaleza. El progreso técnico y científico nos está
apartando de nuestro medio natural. Hace unos pocos miles de años dormíamos en
abrigos, al aire libre, íbamos descalzos y nos acostábamos siguiendo el ritmo
solar. El silencio acelerado del progreso nos está haciendo más vulnerables,
más inseguros. Aunque creamos que con la razón llegaremos a descubrir todos los
secretos de la vida estamos lanzados a un futuro incierto. La soberbia
intelectual nos está alejando de nuestras raíces. Ya no hablo de las raíces
culturales, ideológicas, familiares, ni siquiera de las geográficas. Hablo de
la tierra, la naturaleza, el agua, el sol, el aire. Las raíces de la Creación, en la que Dios nos ha hecho existir.
Negar esto es mutilar una parte de nosotros. Somos cuerpos limitados que necesitamos de nuestra hermana la tierra, como decía san Francisco de Asís. Somos contingentes, pequeños y vulnerables. El orgullo de no respetar nuestros propios ritmos biológicos hará que un día no sepamos quiénes somos. No olvidemos que somos materia, como la tierra. Cada vez que la pisamos ella nos sostiene, somos parte de ella. Necesitamos su contacto, como también la luz del sol, el agua y el aire. Reconociendo esto, humildes y agradecidos, podremos saborear y disfrutar mejor de la vida. Nos sentiremos más vivos que nunca y cada nuevo día tendrá sentido. Cuando el sol bosteza ante el nuevo día cada persona ha de ser consciente de que la potencia de esos primeros rayos que iluminan el mar se convierte en luz que también alumbra su existencia y la de quienes están a su alrededor.
Negar esto es mutilar una parte de nosotros. Somos cuerpos limitados que necesitamos de nuestra hermana la tierra, como decía san Francisco de Asís. Somos contingentes, pequeños y vulnerables. El orgullo de no respetar nuestros propios ritmos biológicos hará que un día no sepamos quiénes somos. No olvidemos que somos materia, como la tierra. Cada vez que la pisamos ella nos sostiene, somos parte de ella. Necesitamos su contacto, como también la luz del sol, el agua y el aire. Reconociendo esto, humildes y agradecidos, podremos saborear y disfrutar mejor de la vida. Nos sentiremos más vivos que nunca y cada nuevo día tendrá sentido. Cuando el sol bosteza ante el nuevo día cada persona ha de ser consciente de que la potencia de esos primeros rayos que iluminan el mar se convierte en luz que también alumbra su existencia y la de quienes están a su alrededor.
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