Como era de esperar, algunos la ignoraron por completo.
Otros se burlaban de ella. Alguna muchacha parecía compungida ante la escena. La
mendiga insistía en pedir, pero nadie le daba nada.
Me quedé asombrado ante la tenacidad de aquella frágil
viejecita, su insistencia y la agilidad con que se movía. Por fin, se desplazó a
un lado y comenzó a alejarse del grupo, pensando, quizás, que lo volvería a
intentar otro día.
Me produjo ternura ver a aquella mujer, sola en medio de una
manada de jóvenes, sin reparo ni temor a que la pudieran agredir. Su necesidad
era más fuerte que el miedo.
Después, mientras seguía mi caminata, pensé que ella, como
los muchachos, busca la manera de sobrevivir. Ella pide para echarse algo a la
boca; ellos intentan salir de su angustia vital lanzándose a una ola de
frivolidad. Por motivos diferentes, una anciana de ochenta años y un puñado de
jóvenes de dieciocho se encontraron en la madrugada. Ella carente de lo
necesario para vivir; ellos, que quizás lo tienen todo, derrochando su tiempo y
su dinero.
Esta escena surrealista y dramática me dejó pensativo. ¿Qué
hacía esta mujer, a su edad, en medio de aquellos «cachorros»? Podían hacerle
daño, estando la mayoría de ellos completamente bebidos. Sabido es que el
alcohol altera el sentido de la realidad y activa impulsos descontrolados que
pueden causar estragos. ¿Qué hacía esta señora, que podía estar en casa,
cuidada por algún familiar? ¿Qué drama hay detrás de una mujer que se expone a
salir en un ambiente turbio e incierto? Quizás la suya sea una historia muy
compleja, de entornos difíciles; tal vez esté desatendida o sufra algún
problema mental. Me dije a mí mismo que una anciana no podía estar deambulando
a esas horas exponiéndose a cualquier peligro. Sólo de pensarlo se me encogía
el corazón. Por eso me mantuve a una cierta distancia, observándola, y con el
teléfono a mano por si pasaba algo. Nada sucedió, y me alejé aliviado.
Luego pensé en la familia de esta mujer y en las familias de
los jóvenes. ¡Qué dolor tan grande para ellos! ¿Qué ha fallado en sus entornos
para que unos y otra lleguen a esa situación? ¿Qué estamos haciendo, como
sociedad, para que se den escenas como esta? ¿Qué educación están recibiendo
los jóvenes en sus casas, y cuál ha sido la trayectoria familiar que lleva a
una anciana a salir de madrugada a pedir?
La situación clamaba al cielo. Hay un terrible silencio ante
el dolor humano y tenemos poca capacidad de respuesta ante la pobreza y la
soledad. Pero, sobre todo, hay una enorme miopía por parte de los que sí tienen
la capacidad de hacer, la responsabilidad y los recursos para emprender una
acción eficaz.
Un compromiso urgente
Nos encontramos con dos problemas muy graves: las crecientes
bolsas de pobreza en la ciudad y una generación de jóvenes sin futuro que se
dedican a explotar su presente, sin un proyecto claro en sus vidas. Tal vez un
día algunos de esos jóvenes se convertirán en ancianos indigentes que tendrán
que salir, con el sol, y encararse a otras manadas de muchachos para pedir.
Solos, vulnerables y sin rumbo.
Urge diseñar políticas sociales y eficaces para prevenir
estos riesgos que amenazan y fragmentan la sociedad. Es cuestión de voluntad
política, no tanto de recursos.
Es necesario que la sociedad civil y las instituciones ejerzan mayor presión, exigiendo con contundencia acciones que reduzcan o frenen la pobreza. De lo contrario, escenas como esta que he presenciado serán cada vez más frecuentes. Necesitamos estar despiertos y actuar. Los que detentan el poder han de trabajar por el bien común y real de las personas. De lo contrario, el poder del mal abrirá aún más las grietas sociales. Urge un gran compromiso para erradicar la pobreza y el dolor social y para ayudar a los jóvenes a encontrar motivos sanos para vivir y orientar sus vidas.