domingo, 30 de junio de 2024

Una escena insólita

En uno de mis paseos matutinos observé algo insólito. Una anciana mendiga, a horas bien tempranas, se dirigía a pedir limosna a un grupo de jóvenes que volvían de su ocio nocturno. Vi a la mujer en medio de aquella jauría de muchachos recién salidos de sus antros. De tez morena, bajita de estatura y sosteniéndose con un bastón, alargaba su mano hacia ellos hablándoles con voz ronca.

Como era de esperar, algunos la ignoraron por completo. Otros se burlaban de ella. Alguna muchacha parecía compungida ante la escena. La mendiga insistía en pedir, pero nadie le daba nada.

Me quedé asombrado ante la tenacidad de aquella frágil viejecita, su insistencia y la agilidad con que se movía. Por fin, se desplazó a un lado y comenzó a alejarse del grupo, pensando, quizás, que lo volvería a intentar otro día.

Me produjo ternura ver a aquella mujer, sola en medio de una manada de jóvenes, sin reparo ni temor a que la pudieran agredir. Su necesidad era más fuerte que el miedo.

Después, mientras seguía mi caminata, pensé que ella, como los muchachos, busca la manera de sobrevivir. Ella pide para echarse algo a la boca; ellos intentan salir de su angustia vital lanzándose a una ola de frivolidad. Por motivos diferentes, una anciana de ochenta años y un puñado de jóvenes de dieciocho se encontraron en la madrugada. Ella carente de lo necesario para vivir; ellos, que quizás lo tienen todo, derrochando su tiempo y su dinero.

Esta escena surrealista y dramática me dejó pensativo. ¿Qué hacía esta mujer, a su edad, en medio de aquellos «cachorros»? Podían hacerle daño, estando la mayoría de ellos completamente bebidos. Sabido es que el alcohol altera el sentido de la realidad y activa impulsos descontrolados que pueden causar estragos. ¿Qué hacía esta señora, que podía estar en casa, cuidada por algún familiar? ¿Qué drama hay detrás de una mujer que se expone a salir en un ambiente turbio e incierto? Quizás la suya sea una historia muy compleja, de entornos difíciles; tal vez esté desatendida o sufra algún problema mental. Me dije a mí mismo que una anciana no podía estar deambulando a esas horas exponiéndose a cualquier peligro. Sólo de pensarlo se me encogía el corazón. Por eso me mantuve a una cierta distancia, observándola, y con el teléfono a mano por si pasaba algo. Nada sucedió, y me alejé aliviado.

Luego pensé en la familia de esta mujer y en las familias de los jóvenes. ¡Qué dolor tan grande para ellos! ¿Qué ha fallado en sus entornos para que unos y otra lleguen a esa situación? ¿Qué estamos haciendo, como sociedad, para que se den escenas como esta? ¿Qué educación están recibiendo los jóvenes en sus casas, y cuál ha sido la trayectoria familiar que lleva a una anciana a salir de madrugada a pedir?

La situación clamaba al cielo. Hay un terrible silencio ante el dolor humano y tenemos poca capacidad de respuesta ante la pobreza y la soledad. Pero, sobre todo, hay una enorme miopía por parte de los que sí tienen la capacidad de hacer, la responsabilidad y los recursos para emprender una acción eficaz.

Un compromiso urgente

Nos encontramos con dos problemas muy graves: las crecientes bolsas de pobreza en la ciudad y una generación de jóvenes sin futuro que se dedican a explotar su presente, sin un proyecto claro en sus vidas. Tal vez un día algunos de esos jóvenes se convertirán en ancianos indigentes que tendrán que salir, con el sol, y encararse a otras manadas de muchachos para pedir. Solos, vulnerables y sin rumbo.

Urge diseñar políticas sociales y eficaces para prevenir estos riesgos que amenazan y fragmentan la sociedad. Es cuestión de voluntad política, no tanto de recursos.  

Es necesario que la sociedad civil y las instituciones ejerzan mayor presión, exigiendo con contundencia acciones que reduzcan o frenen la pobreza. De lo contrario, escenas como esta que he presenciado serán cada vez más frecuentes. Necesitamos estar despiertos y actuar. Los que detentan el poder han de trabajar por el bien común y real de las personas. De lo contrario, el poder del mal abrirá aún más las grietas sociales. Urge un gran compromiso para erradicar la pobreza y el dolor social y para ayudar a los jóvenes a encontrar motivos sanos para vivir y orientar sus vidas.

domingo, 23 de junio de 2024

Rosas marchitas

Por las mañanas, temprano, me gusta caminar hacia la playa. Es mi primer paseo, y cada día observo cómo amanece sobre el mar: no hay dos días iguales. Esta vez, el día está gris; las nubes tapan el cielo. Como tantos fines de semana, un ejército de jóvenes sale de los antros del paseo marítimo, que los arrojan de sus fauces oscuras tras haberles robado un pedazo de sus vidas. Salen aturdidos y extenuados, con la mirada perdida, presos del último instinto que pierden: el de sobrevivir. Salen de sus madrigueras nocturnas hacia sus hogares, donde se refugiarán en la cama para repararse físicamente, pero donde quizás no puedan aliviar el vacío interior que viven. No podrán llenarlo hasta que enfoquen de una manera nueva sus vidas.  

Es verdad que el cuerpo humano tiene una enorme capacidad de recuperación; pese al martilleo al que se somete, resiste noche tras noche. Pero la salud mental se resiente y la identidad de la persona poco a poco se va fragmentando. Con el tiempo aparecerán diversas patologías, físicas, pero sobre todo existenciales. Perderán el enorme potencial que albergan en su ser.

Paso junto a ellos y me dirijo a la playa para contemplar la belleza del mar y el horizonte donde, esta vez, no veo salir el sol, cubierto por oscuras nubes. La luz es tenue y, en la orilla, las olas parecen susurrar a mis pies con tristeza.  

Después de unos ejercicios de respiración, moviendo brazos y piernas, reemprendo a paso firme mi camino de vuelta. Al regreso reparo en dos muchachas que caminan hacia mí, vestidas con ropa extremada y ligera que modela sus cuerpos, marcando silueta. Cada una de ellas lleva en la mano una rosa que sostiene con delicadeza. Al acercarme, no puedo evitar fijarme en sus rostros. Son bellos, pero castigados por una noche vertiginosa. Se acercan un poco más, a paso lento, agotadas, y percibo la fragancia de las rosas al pasar; flores lozanas en manos de dos muchachas que son la viva imagen de la desesperación y el desamparo. Los pétalos de rojo intenso contrastan con los rostros marchitos de las jóvenes.

Pensé: si estas rosas, tan frágiles, mantienen su aroma y su color en la intemperie, ¿qué ha sucedido con estas chicas que han perdido su brillo y ofrecen un aspecto tan decrépito? Si estuvieran serenas, descansadas, serían aún más hermosas que las flores. Pero el frenesí de la noche les arrebata su belleza natural.  Son dos rosas preciosas, pero su forma de vivir las está llevando al naufragio. Perdidas en alta mar, flotando a la deriva a merced de las olas que amenazan con hundirlas, sus vidas ahora son como este amanecer gris, sin color, impregnado de nostalgia.

Se alejan de mí y observo la silueta de sus cuerpos vacilantes. No se mueven ágiles como la brisa, sino que avanzan penosamente hacia la nada, como zombis que se encaminan hacia el féretro.

Cuántos jóvenes viven así, sin nada que los anime existencial y espiritualmente. Viven sin vivir, mueren despacio y el tiempo pasa veloz. Desearía que pudieran descubrir la belleza que hay en su corazón, que pudieran atisbar y paladear, por un instante, el regalo de existir, de poder contemplar un nuevo amanecer. Que pudieran enamorarse del bien, de la belleza y de la auténtica libertad.

No puede ser que se acuesten al amanecer y que salgan cuando anochece. Este no es el ritmo vital propio que mantiene nuestra salud y da sentido a la vida. Es necesario enseñarles a conectar con su yo más profundo, que les permitirá conectar con el tú y con el nosotros. Solo así vivirán en plenitud, deslizándose como bailarinas por el escenario de su existencia.

Realismo, belleza, orden, valores: todo esto forma parte de la hermosa, rica y compleja grandeza del ser humano. Solo nos falta escuchar nuestra música interior.

Somos cumbre de una creación salida de las manos amorosas de un Dios que nos ha concebido para la felicidad. No una felicidad artificial, con sucedáneos de paraíso. Nos ha creado para una felicidad inagotable que no necesita de ningún artilugio, que surge de la gratitud por el don excelso de la vida.