Días atrás salí a caminar temprano, sobre las siete. El sol había despuntado y me acercaba al mar cuando vi una escena sobrecogedora. En una explanada que desciende hasta la playa vi un inmenso número de jóvenes tendidos en tierra. Más chicos que chicas, de un vistazo calculé que debía haber unos ciento cincuenta jóvenes, tumbados, completamente rendidos.
Muchos dormían, otros despertaban de su resaca, tras pasar
la noche bebiendo. Algunos abrían los ojos con mirada perdida, quizás bajo el
efecto de alguna droga. Pero lo que más me impresionó es que unos cuantos
movían las manos con gestos extraños, mientras proferían sonidos inconexos,
como si estuvieran fuera de sí. ¿Qué habían tomado? Su cerebro, sin duda, estaba
sometido a fuertes reacciones químicas, sufriendo un terrible daño neuronal.
Sin control ni conciencia, flotaban en un universo artificial, fruto de sus
alucinaciones.
Me detuve unos instantes a contemplar aquella escena
inusual, un ejército de jóvenes arrojados en aquella rampa como un residuo
social, un desecho. Y pensé que cada uno de ellos tenía un nombre, y una
historia familiar que quizás lo ha llevado a este lento suicidio, noche tras
noche.
Víctimas del nihilismo
¿Lo hacen porque quieren fabricarse un cielo artificial,
sometidos a la tiranía de un falso discurso de felicidad? Quizás muchos de
ellos buscan sinceramente su camino, pero la dirección que han tomado los lleva
a las tinieblas y a la soledad. En su culto hedonista, están ebrios de ese
nihilismo filosófico que lleva a muchos a perder el sentido hermoso que tiene
la vida. «Nada vale nada; nada tiene sentido, no vale la pena vivir; todo es
mentira, todo es falso.» Pensar así conduce a una profunda crisis existencial.
Si no mueres, vas arrastrando tu vida como puedes y tu último refugio es la
alteración cerebral, que por sobredosis puede llevarte a la muerte.
Los médicos y los agentes sociales están alertando: la
proliferación de drogas sintéticas en Barcelona es alarmante, y más aún porque
son potencialmente letales. Entre los jóvenes frágiles emocionalmente y sin
horizontes es una auténtica pandemia que está alimentando un negocio enorme. No
se puede explicar esto sin atisbar detrás una organización muy bien implantada cuya
víctima son los jóvenes.
A veces me pregunto si esta lacra no será una especie de
genocidio planificado por las élites financieras y corruptas, que quieren
reducir la población truncando la vida de muchos jóvenes. En una etapa de
crecimiento e inestabilidad emocional, no se les ofrece apoyo psicológico ni
ayuda para ir superando esta fase, que tanto afecta a su identidad. Faltan
recursos sociales y sanitarios, pero sobre todo faltan familias bien
estructuradas que proporcionen el entorno adecuado para su desarrollo.
En busca del falso paraíso
La salida fácil es inocularse dopamina y otros
neurotransmisores que aumentan la sensación de felicidad de forma química, pero
una sobrecarga de seudo bienestar también es lesiva para su salud. Hay estudios
que revelan que casi el 80 % de los jóvenes, en algún momento de su vida, han
tomado alguna droga, aunque sólo fuera para probar. Lo peligroso de ese
«probar» es que rápidamente crea adicción y dependencia. Cuando quieren darse
cuenta, ya están enganchados.
Ciento cincuenta jóvenes derrotados, junto a la playa, me
evocaban la desoladora imagen de un naufragio. Las olas del desespero han depositado
en la orilla sus cuerpos sin vida, agonizantes, sedientos o convulsos. Alguien ha
querido aprovecharse de su debilidad, ellos han probado el veneno y ahora están
atrapados en un mundo de sensaciones irreales. Quizás la vida real, la de cada
día, se les hace insoportable, carecen de fuerza y valor y quizás tampoco
tienen apoyo para reorientar su camino. Están deteriorados como ancianos
dementes cuando apenas han entrado en la flor de la vida.
Me alejé de allí, impresionado, para acercarme a la orilla
del mar y sentir la brisa y la calidez del sol. Allí el aire era más claro.
Mirando al cielo, recé por ellos y por sus familias. El sol cayendo sobre sus
cuerpos hacía más visible aún el drama. Cientos de jóvenes están muriendo,
anímica y moralmente, cada noche. Me pesaba ver aquello. ¡Ojalá Dios escuche mi
oración de aquella mañana!
Al regresar, vi que algunos intentaban levantarse, pero no
podían; les faltaba la fuerza. Otros, al ponerse en pie, perdían el equilibrio
y caían de nuevo. Zombis, muertos vivientes perdidos en la nada... Es una de
las escenas más impactantes que he visto.
Revolución de valores
Regresé a casa compungido. No sé cómo acabaría la escena. Lo
terrible es que ese drama se repite una y otra vez, aquí y en otros lugares. De
noche, de antro en antro, viajan por el mundo del placer artificial para caer
en el abismo de madrugada. ¿Cuántos jóvenes se pierden en sus falsos paraísos,
que los llevan a las puertas del infierno? El fuego del mal está esperando para
devorar a los inocentes y convertirlos en ceniza.
Ante estas escenas, debemos preguntarnos: ¿Qué hacen las
familias? ¿Qué ambiente se vive en sus hogares? ¿Qué ocurre en los entornos
universitarios y en el mundo del ocio? ¿Acaso entablan relaciones tóxicas que
aún degradan más su persona?
Sólo la bondad, el amor y la compasión pueden actuar como
antídotos de tanto mal. Es necesaria mucha entrega y espíritu de servicio para iniciar
una revolución cultural y social basada en los valores cristianos que edifican
a la persona.
Cuando somos capaces de mirar más allá de nosotros mismos,
es decir, hacia la trascendencia, es cuando podemos regenerarnos y regenerar a
los demás. El ser humano se descubre saliendo de sí mismo y caminando hacia el
otro: es entonces cuando descubre el inmenso potencial de su alma. Un potencial
que le permitirá cambiar de rumbo y nacer de nuevo.