¡Cuántas veces decimos que nos falta tiempo! No tenemos horas suficientes para hacer todo aquello que queremos. Pero, en realidad, no es tiempo lo que nos falta, sino sabiduría para utilizarlo.
El hombre no sería sin el tiempo y el espacio: existimos en estas dos dimensiones. Sin ellas no sabríamos dónde estamos ni qué hacemos. Sin un uso correcto del tiempo estamos perdidos y desorientados.
Todo necesita del tiempo. Desde nuestra concepción hasta nuestro nacimiento, el embrión necesita el tiempo necesario para culminar su crecimiento y maduración antes del parto. El tiempo de lactancia también es importante. Es maravilloso ver cómo el niño se va desarrollando, cómo sus órganos vitales maduran, sus huesos crecen y se afirman, hasta que llega el momento de aprender a caminar. Mientras tanto, el pequeño se ha ido comunicando con sus padres y con el mundo que tiene alrededor, ha abierto los ojos y los oídos, quizás ya balbucea sus primeras palabras. Pero pasarán muchos años antes de que se convierta en un adulto.
No sólo necesitamos tiempo para nuestra maduración fisiológica, sino para adquirir una personalidad e ir forjando lazos en nuestro entorno. Padres, hermanos, amigos llenan nuestra infancia, adolescencia y juventud. Cada ciclo es una etapa larga donde se dan complejos procesos emocionales y mentales que contribuyen a reafirmar nuestra identidad. Con la adultez, ya somos capaces de tomar decisiones en nuestra interacción con el mundo.
Como vemos, el tiempo es el océano donde todo se sumerge: nuestra vida, nuestra historia, nuestro presente. Somos herederos del tiempo de nuestros ancestros y estamos poniendo los cimientos al de nuestros sucesores.
El arte de usar bien nuestro tiempo
Pero vayamos a un aspecto más práctico, que es el uso que le damos a nuestro tiempo.
Vivimos inmersos en una cultura del activismo y del estrés. ¡Queremos hacer tantas cosas! Llenamos la agenda de compromisos y nos lanzamos al frenesí. Queremos exprimir tanto el tiempo que al final nos agotamos y acabamos extenuados. El tiempo se nos queda corto. No lo sabemos gestionar bien y esto nos puede llegar a enfermar o a diezmar nuestra vida.
¿Cómo evitar el cansancio y la sensación frustrante de no llegar a todo?
Primero, hemos de priorizar. Hemos de hacer lo que tenemos que hacer, ni más ni menos. Quizás tendremos de decir no a unas cuantas cosas.
Después, hemos de aprender a ir más despacio. Nuestro cuerpo está preparado para soportar la tensión, el peligro y la prisa. Para ello genera cortisol, la llamada hormona del estrés, que nos permite concentrar la energía y reaccionar con rapidez. Pero un constante flujo de cortisol, cuando ya no hay motivo para quedarnos en estado de alarma, mina nuestra salud y a la larga causa dolencias indeseadas. La prisa y el exceso de obligaciones y tareas generan una constante emisión de cortisol en nuestro cuerpo, y esto afecta a cómo funciona nuestra mente.
Repartir nuestro tiempo en las tareas realmente necesarias nos asegura vivir de una manera más serena y confiada. Hay que separar lo que es importante de lo que es urgente y lo que no. Para ello se requiere tener las cosas muy claras, y esto nos permitirá tomar las decisiones acertadas. Una constante tensión nos impide razonar con claridad y nos agobia, porque no sabemos por dónde empezar ni cuándo terminar. Perdemos el tiempo estirándolo como un chicle y luego aflojando, porque estamos agotados. Una excesiva autoexigencia puede romper por dentro a la persona y dañar su desarrollo social.
Perder el tiempo es, en cierto modo, desperdiciar la vida. Para evitarlo, es necesario tener claro un propósito vital y no ir vagando, sin norte, dando vueltas hacia ninguna parte.
Tenemos que dirigirnos. ¡Cuánta gente camina sin rumbo, sólo porque ha sido incapaz de usar bien su tiempo! Cuando uno tiene claro su tiempo y su realidad, hasta llegará un momento en que le sobrará tiempo y podrá emplearlo en aquello que también es importante más allá del trabajar y cumplir con los compromisos.
Tres dimensiones vitales
En la vida hay tres momentos que, sí o sí, hemos de compaginar. El primero es un tiempo para uno mismo: el más importante, pues nos ayuda a definir el sentido de nuestra vida, a familiarizarnos con nosotros mismos y conocer nuestra vocación más genuina. Este es el tiempo para el diálogo con uno mismo, para rezar, contemplar, callar, mirar alrededor. Zambullirnos en la realidad pide tiempo.
Otro momento vital es el tiempo para desarrollar la potencia creativa de cada cual. Descubrir a qué hemos sido llamados, desplegar nuestras capacidades profesionales y sociales y obtener los recursos que nos permitan vivir con dignidad. Ofrecer al mundo lo mejor de nosotros mismos, social y laboralmente, sin que esto lleve a una esclavitud. Hay que dedicar el tiempo necesario a esto, sin quitarlo de otros aspectos fundamentales.
Pero hay otro tiempo que, para mí, es crucial: el tiempo de convivencia para tratar con aquellos que viven en tu entorno más inmediato, aquellos que amas y has elegido para crecer con ellos. Este tiempo intermedio entre el personal y el profesional es el elemento que armoniza nuestra vida social y nuestra vida íntima. Estar solo, desarraigado, o vivir inmerso en mil tareas puede impedirnos tener una perspectiva balanceada. El tiempo con los más cercanos es el eje que equilibra toda la vida. Compartir tiempo con los demás, en la convivencia, nos ayuda a ver más claro, a contrastar y discernir las decisiones que tomamos. Dará luz a todo cuanto hagamos.
. . .
Quien aprende a gestionar su tiempo vive con más libertad, y la libertad es un motor que nos ayuda a vivir de forma coherente desplegando la fuerza de nuestro corazón e inteligencia. Quien vive así, más allá de todo logro, descubre el sentido de la vida y alcanza la plenitud del ser.