El sol está a punto de salir en el horizonte. Una luz dorada
ilumina el tenue azul del cielo que clarea. Bajo la bóveda celeste, el frío
arrecia y ya se presiente la etapa más dura de la estación invernal. Los
árboles se van desprendiendo de su follaje ocre de otoño y sus ramas quedan
desnudas. La morera tiene otro ritmo, y aunque el frío también la sacude, sus
hojas caen más lentamente y aún cubren las esbeltas ramas. Pero la gelidez va
marchitando las hojas, que se depositan por el patio. Las plantas se adormecen lentamente, aunque
las que crecen en la parte de sol aún se muestran lozanas.
El invierno también tiene su belleza y su significado,
simbólico y ambiental. El invierno nos enseña a recogernos, a hacer menos, a
descansar, a cuidarnos y a meditar. Nos invita a ahondar en el tuétano de
nuestra existencia. La humedad y el frío nos empujan a buscar el calor del
hogar. Y las hojas que caen nos recuerdan que también nos tenemos que ir
liberando del ropaje de nuestra alma hasta llegar al yo desnudo y asumir que,
en el proceso de madurez espiritual necesitamos dejar atrás cargas
innecesarias: el orgullo, que nos engrosa y empequeñece el espíritu, las
influencias sociales, culturales, las modas… Ver el patio sin el color y el
brillo de la primavera me hace pensar en la humildad de nuestra condición
humana. Por nuestra naturaleza necesitamos escalar hacia adentro para llegar a
la única meta a la que está llamado el ser humano: alcanzar la plenitud de su
madurez, divinizarse con Dios.
El paisaje de invierno me recuerda también la noche oscura
de nuestros místicos, cuando su interior se seca y buscan respuestas desde el
gemido angustioso de su corazón. Buscan la luz en sus tinieblas, y la ausencia
y el silencio del Amado se les hacen insoportables. Como a Jesús en Getsemaní, el
vacío, el silencio, la decrepitud interior amargan el sabor de su saliva y
beben el cáliz de una terrible soledad. Su alma en pleno desierto clama por el
agua fresca que sale del corazón del Amado.
Muchos días contemplo así el patio. Las hojas quemadas por
el frío yacen en el suelo, y el sol impávido se esconde. Las semillas y las
flores desaparecen, y las ramas, hundidas en sus raíces, esperan pacientemente
la fuerza de un nuevo brote.
Una mañana, temprano, cuando salí al patio, me asombré al
ver una rosa abierta y solitaria. Llena de fragancia, su color carmesí rompía
con los tonos apagados del resto del patio. ¡En pleno invierno! Al mismo
tiempo, una bandada de pájaros saltaba de una acacia a otra, piando
alegremente, como una orquesta. Sus volteretas y sus giros en el aire componían
una bella danza, cautivadora y vivaz: bailaban ante el nuevo día.
Una rosa había brotado en medio del suelo, sorteando los
latigazos del frío y la sequedad, surgiendo de un lugar aparentemente infecundo.
Mi aliento formaba nubes blanquecinas, hacía frío. Pero en medio de la crudeza
del invierno también puede emerger el perfume de una flor. Y pensé que en el
invierno de nuestra alma también puede florecer una rosa. En la noche más
oscura de la existencia unas gotitas de perfume de Dios lo hacen presente, en
su aparente ausencia. Suavizan la sequedad del corazón, y una música interior nos
susurra: en la soledad más absoluta Dios está presente, tan dentro de ti que
puede ser imperceptible. Pero está ahí.
Dios estaba con Jesús en su agonía. Él nunca cayó en la
tentación de la desconfianza y la duda. Aunque a veces parezca que nos secamos
por dentro, siempre hay una rosa a punto de florecer en nuestro interior, y unos pájaros que nos recuerdan que también en invierno
se puede cantar.
Dentro de uno mismo hay una fuerza inusitada que nos hace
invencibles, capaces de sobrevivir al frío del alma y la sequedad del corazón.
Porque el ser humano es lo que más se parece a Dios, el Fuego vivo que no se
apaga y la Fuente que nunca se agota.
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