La sociedad, la cultura y nuestro propio ego nos llevan a
tener la necesidad de hacer grandes cosas. Se habla mucho, en el mundo
intelectual, cinematográfico, literario, e incluso en el filantrópico, de
grandes figuras que han dejado un legado a las generaciones venideras. Estas personas
se han convertido en iconos ejemplares para muchos. Pero también es cierto que
hoy día, si no haces nada de relevancia, con una proyección social y un
reconocimiento público, o al menos en tus círculos, parece que no existas.
Es posible que el concepto del superhombre se haya inoculado
profundamente en nuestra cultura. Los movimientos de la psicología
transpersonal y algunas teorías de la Nueva Era nos pueden llevar a la soberbia
de creernos semidioses. Un desenfoque de la física cuántica lleva a
afirmaciones que aseguran que el control de la mente nos permite actuar como seres
divinos. Lo que piensas, quieres y afirmas se puede hacer realidad de
inmediato. Esto tiene profundos riesgos, porque la mayoría de personas no lo
consiguen, con lo cual se genera en ellas un estrés y una angustia que los
lleva a sentirse culpables e incapaces. ¿Será que no lo desean lo bastante?
¿Qué se interpone entre la persona y sus sueños?
Los nuevos gurús de la comunicación son expertos en
manipulación social. Utilizan recursos
psicológicos para hacerte creer que lo puedes todo y que el universo te
dará todo lo que le pidas. Da una orden a tu mente y tus deseos se cumplirán. Muchas
personas que siguen estas ideas viven una vida acelerada, llena de inquietud y
tensiones, pero no siempre consiguen sus objetivos. Van corriendo de un lugar a
otro porque nunca llegan y todo es insuficiente. El reloj marca las horas sin
piedad y atiborran su agenda hasta el tope. El móvil suena, el whatsapp
bombardea con sus avisos, tenemos la carpeta llena de mensajes, hay que
responder a todo… Las metas se hacen inalcanzables y la autoexigencia aumenta. Estamos
agotados, caemos enfermos, pero nuestra mente sigue acelerada y no sabemos desconectar.
Estamos aquejados de un exceso de comunicación que nos invade como un tsunami.
Tanta información nos desborda y se producen lagunas en nuestro cerebro,
incapaz de asimilar tanto en tan poco tiempo. Las sinapsis nerviosas se
bloquean y la comunicación entre neuronas se corta. Esos lapsus, esa mente en
blanco, indican que hay un grave peligro de estrés neuronal que puede amenazar
nuestra inteligencia a corto y a largo plazo.
Y todo porque nos han enseñado que, por encima del ser, lo
más importante es el hacer. Tenemos grabado en nuestra memoria colectiva el
imperativo de rendir más y nos volvemos adictos al hacer, hacer y hacer.
¡Cuánta soberbia!
Así es como, queriendo dejar huella de nuestras proezas, nos
deshumanizamos. Pensamos que lo que somos
es insuficiente y queremos exprimir nuestro tiempo hasta un límite absurdo,
poniendo en riesgo nuestra salud y nuestra vida. No hemos creído que lo más
importante no es hacer, sino ser.
Sí, el hombre es capaz de cosas muy grandes. Nos asombra
contemplar las mega estructuras que ha diseñado la mente humana: túneles que
atraviesan el mar, rascacielos que se elevan como montañas, islas artificiales,
satélites que danzan por el espacio, rodeando la Tierra. Para no hablar de los
avances científicos, médicos y tecnológicos. En muchos sentidos, se está
rindiendo un culto casi idolátrico a las ciencias, y esto aleja al hombre de su
propia realidad. Se transgreden los límites de la ética solo porque alguien
quiere que nos sintamos como dioses.
Pero somos humanos. Asumir nuestra radical pobreza es la
clave para nuestra salvación. Y solo desde la humildad podemos emprender la
gran hazaña de nuestra vida, que no es otra cosa que dar valor a lo pequeño.
Somos tierra: nos hemos alejado de nuestra realidad
intrínseca, natural y humana. Necesitamos estar pegados a la humedad de la
tierra, necesitamos descansar, dormir, pasear, meditar, huir del ruido, de la
polución y del frenesí. La única aventura que dará sentido a nuestras vidas
será el viaje a nuestro pequeño corazón. Solo así descubriremos nuestra propia
y auténtica identidad, nuestra conexión con la tierra y nuestra apertura a la
trascendencia, es decir, nuestra vocación contemplativa.
Esto es lo único que hace grande al hombre: su pequeñez, su
sencillez. Solo de esta manera puede establecer relaciones armónicas y plenas
con los demás y con el mundo que le rodea, sin estrés, siendo creativo en
aquello que le gusta. Orientado hacia su propia vocación, no corriendo por la
vida sino deslizándose con suavidad, disfrutando de aquello que ama, de aquello
que quiere, y confiando en aquello que hace porque sale de su ser más profundo,
silencioso.
Cuando uno descubre que lo más fecundo no son sus obras,
sino su silencio, aprenderá a surcar los hermosos paisajes interiores del
corazón. Hoy, la gran hazaña es hacer menos y ser más. Hoy el héroe no será
tanto un activista como un contemplativo. Hoy la proeza no es luchar, sino
danzar con la vida. Y la grandeza germinará en lo pequeño.
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