Todos tenemos una curiosidad innata por conocer nuestros orígenes.
El rastreo para descubrir los entresijos que hicieron posible nuestro
nacimiento motiva una minuciosa búsqueda. Queremos saber más sobre nuestros
progenitores, su contexto social, histórico y familiar, cómo, cuándo y dónde saltó
ese chispazo que los llevó a fundirse en un apasionado abrazo, qué hizo posible
su unión y el estallido de una nueva vida. La intensidad de ese encuentro hizo
posible la historia de un nuevo ser completamente distinto, eso sí, con todo el
peso de una herencia genética y familiar y con una historia como escenario de
fondo. Una serie de acontecimientos hicieron posible que nuestros padres se
unieran y pudieran perpetuar la estirpe, canalizando la fuerza vital que empuja
a todo ser humano. Todos somos ramas de un árbol genealógico que ha ido
creciendo en medio de un bosque, formado por miles de ancestros que forman una
selva de árboles entrelazados.
Esta curiosidad por el pasado nos lleva a descubrir que, en
nuestros orígenes, hay tantos encuentros como traumas. Enfermedades, dolor,
fallecimientos, separaciones… Los claroscuros que tiñen nuestro árbol genealógico
permanecen latentes en el subconsciente familiar. Así, nuestro ADN recibe las
memorias de todos esos momentos de alegría y plenitud, de aciertos y errores,
de sosiego y lucha tenaz, de éxitos y fracasos, de uniones y rupturas. Somos
hijos de nuestros padres, nietos de nuestros abuelos y bisnietos de nuestros
bisabuelos, descendientes de centenares de antepasados con todas sus bondades y
sus lacras. Provenimos de ellos y nadie sale inmune de este laberinto. Los psicólogos
hablan de los registros transgeneracionales que se comunican de padres a hijos.
Las huellas del pasado nos marcan, pero también forman parte de la historia que
ha hecho posible el milagro de nuestra existencia.
Algunos eventos, por oscuros que sean, misteriosamente han
sido necesarios para que llegáramos a nacer. Y, finalmente, todo ser humano es
fruto del amor de dos células que se unen, originando una vida nueva de
sorprendente belleza. Cuando hay vida es que el amor, a pesar de los dramas
exteriores, ha vencido.
Posiblemente todos los que vivimos sobre este planeta
estamos aquí gracias a una carambola cósmica. Entre los millones de
espermatozoides que produjo nuestro padre solo uno llegó a unirse con el óvulo
de nuestra madre. Hemos tenido la enorme suerte ―o providencia―
de existir, con toda la carga de nuestros ancestros pero a la vez con nuestra
propia y única identidad, irrepetible.
De la misma manera que no podemos negar nuestros vínculos
familiares, fuertemente tejidos, tampoco podemos negar nuestra genuina
identidad, que se va desarrollando a medida que crecemos y somos conscientes de
nuestros rasgos inequívocos. En nuestra madurez aprendemos la difícil tarea de
gestionar las hipotecas familiares y compaginarlas con el ejercicio de nuestra
libertad, rasgo fundamental de todo ser humano. Desde la libertad aprendemos a
vivir reconciliados con el pasado y sus adversidades, sin sentirnos culpables
por lo que ocurrió antes de que naciéramos. Sí podemos desagraviar, con gestos
de perdón y reconciliación, los hechos lamentables del pasado, para que en la
medida de lo posible se puedan reparar situaciones de sufrimiento e injusticia.
Solo cuando se aprende a abrazar con paz el pasado nuestro corazón se regenera
y podrá arrojar luz a las generaciones venideras.
Tenemos un compromiso moral con nuestro entorno, con el
mundo y con nuestra propia existencia. Aprender a amar y perdonar a nuestros
ancestros y al que tenemos al lado es la condición necesaria para caminar hacia
una fraternidad existencial. Todos somos hermanos en la existencia, más allá de
las diferencias y los conflictos. La fuerza del amor atraviesa los vínculos
biológicos y familiares. Somos parte de un todo en el cosmos: el hecho de
existir y respirar nos iguala a todos ante un Creador amoroso que nos ha
insertado en un hogar y lo ha dejado en nuestras manos para que lo cuidemos, lo
protejamos y lo amemos, y así podamos desarrollar nuestra vida.
Después de haber cruzado el laberinto de nuestras raíces, y
de haber podido acogerlas con una mirada de compasión, de aceptación serena,
sentiremos cómo la gratitud nos llena, al mismo tiempo que el vértigo de saber que
podríamos no haber existido nunca. Esta comprensión realista de nuestra
historia y nuestro pasado hará que ese laberinto deje de ser una prisión para
convertirse en una autopista hacia la plenitud, que nos permitirá avanzar y ser
creativos y fecundos, reparando y dando vida allí donde no la hay.
Cuando acabes de leer este escrito, aunque tu corazón esté dividido,
da gracias porque tu existencia es una atalaya en la montaña de la humanidad.
El agradecimiento es la mejor terapia para la curación existencial. El pasado
ya no será un lastre, sino una pista de lanzamiento para sobrevolar las cumbres
inmensas que hay en ti. El pasado, el presente y el futuro convergerán para
culminar tus anhelos más profundos. Una mirada sosegada hacia atrás, un
presente sereno y realista harán posible construir un futuro lleno de paz y de
sorpresas. No habrá barrera ni impedimento para que avances, porque al abrazar
el pasado habrás dado los pasos necesarios para tu liberación.
Entonces darás un salto cuántico. Lograrás crecer, humana y
espiritualmente. Y llegarás a la meta de todo ser humano: encontrar sentido a
tu vida.
¡Impresionante! ¡Qué conocimiento de la conducta humana!
ResponderEliminarSiempre acierta, Padre Joaquín, aunque duela un poco...
Gracias.