La noche cae lentamente. El cielo apaga su color azul y la
luz se vuelve tenue. La jornada intensa se acaba, dejando un suave silencio. La
brisa corre entre los árboles y murmura entre las hojas de la morera, erguida y
majestuosa, que ha alargado sus brazos para acoger a los comensales sentados
bajo su sombra. Tras un día de convivencia intensa y fraterna, un estallido
multicolor y festivo, con amenas conversaciones y espectáculos, el silencio se
vuelve a apoderar del patio. De la risa de los niños ante el ingenio del payaso
el patio pasa a envolverse en la calma del anochecer.
Veinte mesas, con doscientos comensales, han dejado un
profundo sabor comunitario. La jornada ha transcurrido con serenidad, sin
excesivo ruido y en medio de una calma gozosa, teñida del color y la belleza de
las danzas, bañada en música, sonrisas y ricas experiencias compartidas en los
diálogos. La comunidad respiraba al unísono. En estos eventos se fragua el
camino que nos lleva a tomar consciencia de la gran riqueza que supone abrir el
corazón al otro y experimentar la alegría de estrechar lazos y generar vínculos
más intensos. Vivir una experiencia de hermandad nos ayuda a ser conscientes
del gran tesoro que compartimos.
Pero de nuevo el silencio llena mi alma, y en la brisa
nocturna reflexiono sobre el misterio que hay en el corazón humano. Cuánta
hondura y generosidad hay en él. El silencio bajo el manto estrellado del cielo
me sumerge en la realidad más profunda que constituye al hombre, ese deseo de
crecer amando y dándose. Solo, en medio del patio, sentado sobre la tarima
desierta y mirando a lo alto, abro los brazos, extenuado pero contento, y doy
gracias. Gracias por la música, el sol,
los colores. Gracias por la generosidad de tantos voluntarios y colaboradores.
Gracias por la creatividad, por el canto, el baile, el juego y el disfrute de
un gran ágape. Por la belleza de un entorno agradable, por los árboles y la
gente, por los niños que juegan e imaginan otro mundo, correteando por el patio.
Pero también gracias por la calma, el sosiego y la soledad buscada que abrazo.
Permanezco en pie. A mi derecha crece la morera, a mi
izquierda las acacias desprenden sus flores amarillas; en frente la campana
María me recuerda el tiempo de Dios y la hora del recogimiento interior.
Permanezco allí, sin prisa.
El día ha culminado y la noche me envuelve. Descanso,
asimilando las delicias de una jornada llena de color y sabor. Es la hora de
callar, de estar quieto, de no hacer nada y abandonarme. Dejo que sea Dios, con
la calidez de su aliento, el que vaya entrando en mi interior. La noche
transcurre a un ritmo más lento, como si el tiempo se detuviera, desvaneciendo
toda inquietud. A solas con Dios decir algo es romper la melodía de su
presencia, tan seductora como apacible.
Solo allí, en medio del patio, cierro los ojos y los oídos
para poder oírle, verle y sentirle con el corazón. Sin nada que me pueda
apartar de él.
Después de un largo rato, con una sensación de plenitud, de
haber terminado bien un día en que la comunidad se ha consolidado un poco más,
miro hacia el futuro. Y atisbo un renacimiento espiritual, que va a suponer un
cambio para la parroquia: la evangelización será la punta de lanza de una nueva
etapa. Dejo que mi sueño inicien un viaje imparable con una meta: que la
comunidad vibre con un solo corazón. Pongo este sueño en manos de Dios: al caer
el día, esta es la mejor plegaria.
Joaquín Iglesias
15 junio 2015
¡Cuánta verdad hay en su escrito!
ResponderEliminarEsta misma noche, repartiendo comida en la calle, en la Estación del Norte de Barcelona, con mi grupo, estaba viendo y pensando que, mucha de la gente que recoge la comida (no toda), no levanta la vista, la recoge tan avergonzada que parece que tenga miedo de que le vayas a hacer más daño del que ya les ha hecho la vida hasta ahora.
Les dices ¿Buenas noches! o ¡Buen provecho! y se van corriendo sin mirarte.
Es tan injusto lo que está pasando que deberíamos tener más conciencia del problema y, quizás, los avergonzados deberíamos ser nosotros.
Muchas gracias por su reflexión y por no dejar que nos olividemos de ello.