domingo, 21 de junio de 2015

Corazones amurallados


Lo conocí hace doce años. Venía del otro lado del charco, con sueños ya truncados: familia, trabajo, proyección laboral… La crisis en su país lo dejó sin nada, sin ilusión. El vacío comenzó a entrar por las rendijas de su alma.

Vino a Europa solo, enfrentándose al anonimato de una sociedad autosuficiente. Castigado por el duro trabajo en el campo, su salud se fue minando, al paso que sus raíces se debilitaban. Ahora se encuentra con una deficiente salud coronaria. Se enfrenta a la indiferencia de una Europa más preocupada por su moneda que por la acogida del forastero; una Europa que margina a los pobres y a los inmigrantes porque manchan la imagen de los países miembros, incapaces de salir de la crisis económica; una Europa que quiere cabalgar sobre el lomo del capitalismo mientras se empobrece en valores humanos.

Mientras Europa se sume en una crisis de identidad, muchos que han venido buscando oportunidades son arrojados a las aguas del olvido. El enfermo sin recursos es una víctima más de un mundo que prioriza la productividad por encima del valor sagrado de la persona, aunque viva en situación de pobreza. Cuando las instituciones políticas den más valor a la persona que al mercado y al lucro las estructuras comenzarán a humanizarse. Mientras no sea así, muchos se perderán en el mayor naufragio: el de su vida, sacudida por las olas de una sociedad que mira hacia otro lado para evadir su parte de responsabilidad.

Este hombre que conozco es uno de tantos inmigrantes sin futuro. Su sueño europeo se rompió por muchas razones, entre otras la dificultad de adaptación a un medio nuevo, la falta de creatividad y de recursos, la enfermedad, el duelo no resuelto de una separación, pero también por la frialdad de una legislación restrictiva y asfixiante en temas laborales y fiscales. Nuestras políticas económicas cortan las alas de cualquier emprendedor rico en ideas, pero falto de recursos, dificultando su proyecto y su supervivencia. Muchos son los que, para sobrevivir, acaban aceptando cualquier tipo de trabajo esclavizador que les quita tiempo para su familia y sus amigos.

Entre el peso de la legalidad y la añoranza de sus países, estos hombres y mujeres que iniciaron un éxodo esperanzado han terminado con sus sueños rotos, sin alcanzar sus metas. La tierra prometida se ha convertido en tierra hostil donde deben luchar por sobrevivir. Muchos regresan a su país, frustrados y agotados. Según los medios de comunicación, más de un millón de inmigrantes han vuelto a su lugar de origen. Restaurar sus relaciones e integrarse de nuevo en sus antiguos hogares es otra gran aventura.

Algunos se resisten a marchar, esperando una segunda oportunidad. ¿Cómo se sienten? ¿Cómo viven? Forman parte de una tragedia de grandes dimensiones.

Quizás no supieron ser productivos, o les faltó capacidad intelectual, el caso es que ahora están ahí y queremos hacerlos invisibles porque molestan: son un puñetazo moral a nuestra conciencia y preferimos no tenerlos delante. Pero ahí están, en nuestras calles, muchos haciendo cola ante las puertas de Cáritas o sentados en algún comedor social. Deambulan, llevando a cuestas la dignidad que les queda, esperando un milagro, o que un alma generosa cambie su suerte. Pero a veces el dolor es tan intenso que prefieren anestesiarse emocionalmente para no sentir la angustia de su soledad. Lentamente, su corazón se va hundiendo en arenas movedizas. Ya no les importa vivir. No se cuidan, nada les motiva. Guardan largos silencios, caminan sin rumbo, sobreviven gracias a las pocas personas que se compadecen y les tienden una mano.

Así es este hombre que se cruzó en mi camino. Miradas perdidas, paso inseguro, rostro golpeado por la intemperie. Quieres hablarle y te mira sin mirarte; le sonríes, le diriges la palabra y te oye, pero no te escucha; no te responde. Tiene el corazón amurallado y la comunicación no se produce. Quieres y no puedes entrar, su alma está rodeada de un muro infranqueable. Su mutismo te frena. Son momentos muy duros para él, que no quiere sentir, y para mí, que quisiera entrar por algún resquicio para que sienta afecto. Está blindado y solo le importa que no le hagan daño. Pero el sufrimiento lo lleva dentro.

¿Qué hacer? Rezo por él. Cuánta gente está así, dejándose arrastrar, viviendo sin vivir. Ves su fragilidad, contemplas su piel curtida por el frío o el calor. ¡Cuánta cerrazón! Podemos estar muy cerca y a la vez muy lejos. Está tan metido en su pozo interior que el abismo que nos separa es enorme. Perdido en su mundo, el dolor de la soledad lo ha desconectado de la vida. En su debilidad, se ha protegido, cerrando cualquier posibilidad de sentimiento, de comunicación. Por no sufrir dolor, se niega también el placer y la alegría. El sol se apaga lentamente y la indiferencia nubla su alma. Se ha dejado vencer y ya no tiene fuerza. Solo el hambre le hace ir de un sitio a otro para llenar el vientre. Saciar el apetito lo alivia de la impotencia de no poder saciar el vacío que lleva dentro.

La soledad no querida levanta muros. La acción humanitaria pide acogida, ternura, respeto y no enjuiciar a nadie. Solo así, con paciencia, sin hablar mucho, podremos acercarnos, aunque solo sea un poco, a las personas pertrechadas en su silencio. Sin exigirles ni pedirles nada podemos ejercer la pedagogía de la dulzura, el único bálsamo que puede aliviar las grietas de un corazón endurecido por el dolor.

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