Lo conocí hace doce años. Venía del otro lado del charco, con
sueños ya truncados: familia, trabajo, proyección laboral… La crisis en su país
lo dejó sin nada, sin ilusión. El vacío comenzó a entrar por las rendijas de su
alma.
Vino a Europa solo, enfrentándose al anonimato de una sociedad
autosuficiente. Castigado por el duro trabajo en el campo, su salud se fue
minando, al paso que sus raíces se debilitaban. Ahora se encuentra con una
deficiente salud coronaria. Se enfrenta a la indiferencia de una Europa más
preocupada por su moneda que por la acogida del forastero; una Europa que
margina a los pobres y a los inmigrantes porque manchan la imagen de los países
miembros, incapaces de salir de la crisis económica; una Europa que quiere
cabalgar sobre el lomo del capitalismo mientras se empobrece en valores
humanos.
Mientras Europa se sume en una crisis de identidad, muchos que han
venido buscando oportunidades son arrojados a las aguas del olvido. El enfermo
sin recursos es una víctima más de un mundo que prioriza la productividad por
encima del valor sagrado de la persona, aunque viva en situación de pobreza.
Cuando las instituciones políticas den más valor a la persona que al mercado y
al lucro las estructuras comenzarán a humanizarse. Mientras no sea así, muchos
se perderán en el mayor naufragio: el de su vida, sacudida por las olas de una
sociedad que mira hacia otro lado para evadir su parte de responsabilidad.
Este hombre que conozco es uno de tantos inmigrantes sin futuro.
Su sueño europeo se rompió por muchas razones, entre otras la dificultad de
adaptación a un medio nuevo, la falta de creatividad y de recursos, la
enfermedad, el duelo no resuelto de una separación, pero también por la
frialdad de una legislación restrictiva y asfixiante en temas laborales y
fiscales. Nuestras políticas económicas cortan las alas de cualquier
emprendedor rico en ideas, pero falto de recursos, dificultando su proyecto y
su supervivencia. Muchos son los que, para sobrevivir, acaban aceptando
cualquier tipo de trabajo esclavizador que les quita tiempo para su familia y
sus amigos.
Entre el peso de la legalidad y la añoranza de sus países, estos
hombres y mujeres que iniciaron un éxodo esperanzado han terminado con sus
sueños rotos, sin alcanzar sus metas. La tierra prometida se ha convertido en
tierra hostil donde deben luchar por sobrevivir. Muchos regresan a su país,
frustrados y agotados. Según los medios de comunicación, más de un millón de
inmigrantes han vuelto a su lugar de origen. Restaurar sus relaciones e
integrarse de nuevo en sus antiguos hogares es otra gran aventura.
Algunos se resisten a marchar, esperando una segunda oportunidad.
¿Cómo se sienten? ¿Cómo viven? Forman parte de una tragedia de grandes
dimensiones.
Quizás no supieron ser productivos, o les faltó capacidad
intelectual, el caso es que ahora están ahí y queremos hacerlos invisibles
porque molestan: son un puñetazo moral a nuestra conciencia y preferimos no
tenerlos delante. Pero ahí están, en nuestras calles, muchos haciendo cola ante
las puertas de Cáritas o sentados en algún comedor social. Deambulan, llevando
a cuestas la dignidad que les queda, esperando un milagro, o que un alma
generosa cambie su suerte. Pero a veces el dolor es tan intenso que prefieren
anestesiarse emocionalmente para no sentir la angustia de su soledad.
Lentamente, su corazón se va hundiendo en arenas movedizas. Ya no les importa
vivir. No se cuidan, nada les motiva. Guardan largos silencios, caminan sin
rumbo, sobreviven gracias a las pocas personas que se compadecen y les tienden
una mano.
Así es este hombre que se cruzó en mi camino. Miradas perdidas,
paso inseguro, rostro golpeado por la intemperie. Quieres hablarle y te mira
sin mirarte; le sonríes, le diriges la palabra y te oye, pero no te escucha; no
te responde. Tiene el corazón amurallado y la comunicación no se produce.
Quieres y no puedes entrar, su alma está rodeada de un muro infranqueable. Su
mutismo te frena. Son momentos muy duros para él, que no quiere sentir, y para
mí, que quisiera entrar por algún resquicio para que sienta afecto. Está
blindado y solo le importa que no le hagan daño. Pero el sufrimiento lo lleva
dentro.
¿Qué hacer? Rezo por él. Cuánta gente está así, dejándose
arrastrar, viviendo sin vivir. Ves su fragilidad, contemplas su piel curtida
por el frío o el calor. ¡Cuánta cerrazón! Podemos estar muy cerca y a la vez
muy lejos. Está tan metido en su pozo interior que el abismo que nos separa es
enorme. Perdido en su mundo, el dolor de la soledad lo ha desconectado de la
vida. En su debilidad, se ha protegido, cerrando cualquier posibilidad de
sentimiento, de comunicación. Por no sufrir dolor, se niega también el placer y
la alegría. El sol se apaga lentamente y la indiferencia nubla su alma. Se ha dejado
vencer y ya no tiene fuerza. Solo el hambre le hace ir de un sitio a otro para llenar
el vientre. Saciar el apetito lo alivia de la impotencia de no poder saciar el
vacío que lleva dentro.
La soledad no querida levanta muros. La acción humanitaria pide
acogida, ternura, respeto y no enjuiciar a nadie. Solo así, con paciencia, sin
hablar mucho, podremos acercarnos, aunque solo sea un poco, a las personas
pertrechadas en su silencio. Sin exigirles ni pedirles nada podemos ejercer la
pedagogía de la dulzura, el único bálsamo que puede aliviar las grietas de un
corazón endurecido por el dolor.
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