Era un día de invierno; el frío azotaba la ciudad de
Sevilla. Por la mañana, después de desayunar,
cayó desplomado al suelo.
Permaneció tendido en la calle. Los transeúntes vieron a
aquel hombre joven de cabello oscuro y rizado, tez morena y manos ásperas y
agrietadas, yaciendo sin vida. Poco después el juez decretó el levantamiento
del cadáver.
Alguien envió aviso a sus familiares, que vivían en un pueblo
apartado en los montes. El fallecido, con treinta y dos años, dejaba a una
viuda y cuatro hijos ante un futuro incierto. Había pasado el fin de semana con
ellos y el lunes se desplazó desde el pueblo hasta la capital para incorporarse
a su trabajo. Buscaba un futuro mejor para su familia, un conocido le dijo que
en Sevilla había empleo y no lo pensó dos veces. Era la única forma de escapar a
la hambruna de la postguerra. Fue a Sevilla esperando hacer realidad sus sueños
sin imaginar que allí encontraría la muerte.
Aquel día trágico se llevó las esperanzas de la familia. El
sueño se desplomó como el cuerpo del padre, herido por un infarto. Él caía
hacia el abismo; el futuro de su familia se oscureció. La joven viuda, profundamente
afectada, quedó rota por dentro. Acudió a Sevilla en una noche lluviosa,
acompañada de su suegro, para dar el último adiós al esposo con el que
terminaba una historia apenas acabada de florecer. Sola, desorientada, y
esperando otro bebé que nunca conocería a su padre, se enfrentó a un penoso
duelo que le costaría muchos años superar. El peso del vacío caló en su
corazón. Tenía que empezar de nuevo.
En el pueblo, un niño de dos años y dos niñas, de cuatro y
de seis, lloraron la muerte de su padre. Desconsolados, intentaban buscar
razones para explicar aquella ausencia. La mayor era más consciente y sentía
con dolor la falta del padre. Sin él, perdían un referente, un pilar
insustituible para su educación y su vida.
Aquella fría mañana de finales de invierno, cuando la
primavera estaba a punto de estallar, los ojos de una madre se apagaron y los
de tres niños dejaron de brillar. Perdían el amor de un padre, y este vacío
cambiaría radicalmente el futuro de la familia.
El difunto llevaba un mendrugo de pan en el bolsillo de su
chaqueta. La joven viuda lo recogió y lo guardó, envuelto en un pañuelo,
durante cuarenta años. Aquel panecillo seco, oculto en un cajón, se convirtió
en la única herencia de su marido. Encerraba el coraje de un hombre que tuvo
que dejar a los suyos para poder alimentarlos. Contenía el sueño de un futuro,
una esperanza, un horizonte nuevo, lleno de ilusiones. Aquel pan era el
anticipo de una mejor vida, un deseo de crecimiento. La harina triturada era el
símbolo de un trabajo convertido en alimento.
El sueño se congeló y se endureció como aquel trocito de pan.
¿Qué pasó por la mente de la mujer? El pan seco deja de ser alimento. También a
ella le faltó el aire y el afecto de un marido apasionado. Le faltó el alimento
de la ternura, de una mano recia que la acariciara. La falta de calor secó su
alma. Huyendo de esta ausencia insoportable, buscó el anonimato de una gran
ciudad. Renunció a ver crecer a sus hijos y se volcó en su trabajo, alejándose
del pueblo, como si quisiera olvidar la aventura amorosa con su esposo, tan
bruscamente truncada.
Qué difícil es
acompañar a personas que han vivido estas experiencias. Qué difícil es saber qué decir y aconsejar. Uno se encuentra desarmado ante un alma tan
rota. Es duro encontrarse cara a cara con el rostro del dolor en toda su
crudeza. A veces, lo único que se puede hacer es callar, llorar, rezar en
silencio. Rezar insistentemente para que la tristeza no las siga arrastrando
hacia el abismo. Intentar suavizar la herida que ha dejado una terrible
cicatriz en el corazón. Echar una gotita de oxígeno en ese corazón falto de
esperanza.
Un escalofrío recorre el cuerpo cuando se siente la
impotencia ante un dolor tan grande. Con todo, uno se da cuenta de la propia
fragilidad y aprende a ser humilde. ¡Somos tan poca cosa! La muerte nos enseña
una profunda lección: no somos más que nadie, todos somos imperfectos y
limitados. Encontrarnos con esta realidad es algo que nos depura
espiritualmente. Solo podemos acompañar
con dulzura a estas familias heridas.
Le pido a Dios que la muerte injusta de Jesús, amor
pisoteado por los hombres, me ayude a vivir desde la trascendencia el dolor humano.
Porque a él, siendo Dios, también le fue arrebatada la vida.
Cuando nos abrimos, en medio del dolor, y dejamos que la luz
de una vida nueva entre en nuestro corazón, la paz y la serenidad nos van sosegando.
Aprendemos a abandonarnos. Esa terrible experiencia se convierte en trampolín
para dar un salto hacia la madurez espiritual. La tristeza deja de arrastrarnos
hacia el abismo. La humildad y la aceptación nos llevan a reconciliarnos con el
pasado. Las cicatrices ya no son grietas, sino señales de una lucha y de un
triunfo ante el ensimismamiento y el hastío. El dolor nos ayuda a doctorarnos
en humanidad y la humildad nos ayuda a doctorarnos en espiritualidad. Entonces
ya no solo nos liberamos del pasado, sino que somos lanzados a la plenitud de
la libertad humana y espiritual.
Joaquín Iglesias
Viernes de Dolor – 11 abril 2014
No hay comentarios:
Publicar un comentario