Ana era fuerte como una roca y suave como un lirio. Fresca,
espontánea, de ojos vivos, alegre y simpática, así la conocí. Entusiasta y
entregada, así la tendré siempre presente en mi memoria.
Cuando la conocí, recién nombrado rector de San Pancracio,
no me dejó indiferente. Es de aquellas personas que se cruzan en tu camino
dejando una huella profunda. Cariñosa y extrovertida, de trato cordial y
amable, siempre corría de un sitio a otro, desviviéndose por ayudar. Su
capacidad de trabajo, su coraje y su espíritu de servicio eran inagotables.
Siempre dispuesta, siempre atenta al dolor de los demás, era responsable de
Cáritas parroquial y ejerció su labor con generosidad. Recibía a las personas
que venían a pedir alimentos con dulzura y una sonrisa en los labios.
Resolutiva y eficaz, siempre buscaba la manera de solucionar cualquier problema
y dificultad.
Conoció a seis sacerdotes que llevaron su comunidad. Ella
les dio lo mejor de sí misma, apoyándolos y queriéndolos. «Mira qué te digo»
era una de sus expresiones más frecuentes. No decía «escucha», sino mira. Para
ella, la mirada era tan importante como la escucha. Porque es mirando como se
establece una comunicación sincera, más allá de las palabras. Mirar, oír,
palpar y sentir, todo es necesario para que se dé una auténtica sintonía. En
Ana, la mirada era tan elocuente o más que sus palabras. La ternura que
desprendían sus ojos bastaba.
Ana era un rayo de luz que despeja la niebla, una primavera
siempre floreciente. Vivió intensamente su vida, exprimiéndole todo el jugo a
la existencia. La enfermedad que la fue debilitando hizo que esa vida tan plena
pasara a pender de un frágil hilo a punto de romperse. Poco a poco, esa vida robusta se fue apagando
como una vela bajo el soplo del viento.
Pero Ana amaba la vida y se aferraba a ella. Solo tras mucho
sufrimiento fue cediendo. La lucha minó sus fuerzas hasta que todo se precipitó
y el frágil hilo que aguantaba su vida se rompió. Recibió los últimos sacramentos
de manos de Mn. Forcada, un sacerdote amigo que tanto había querido. Yacía
apacible en su lecho cuando abrió sus ojos y, viéndolo, salió de ella una
energía inusitada y lo abrazó con fuerza. La emoción y la alegría embargaron su
corazón en esos últimos momentos, que se convirtieron en un precioso adiós,
lleno de gratitud.
Dejó a su familia, comunidad y amigos en la madrugada del
Domingo de Ramos. Como si quisiera apresurarse para terminar la pasión de su
dolorosa enfermedad y celebrar la Pascua en el cielo.
Cuando me dieron la noticia me dirigí al Santo Cristo del
vestíbulo de mi parroquia. Allí, le pedí al Señor de la Vida que la acogiera en
su seno. Ana sirvió a la Iglesia durante más de cincuenta años, en el grupo de
fraternidad de su parroquia. Que Jesús resucitado le abra las puertas del
cielo. Si esta vida mortal la vivió con intensidad, la nueva vida que estrenará
la vivirá en brazos de Dios. Será aún más venturosa, más plena, porque en el
centro de su caridad siempre estuvo Dios. Tuvo muy claras las palabras de
Jesús: «Todo aquello que hacéis a uno de estos pequeñuelos, me lo hacéis a mí».
Se nos fue una discípula del Señor. En el cielo ya no tendrá
que hacer más apostolado. Solo dejarse amar por Dios. Esta será su dicha final.
Gracias, Señor, por el don de su vida.
Joaquín Iglesias
14 abril 2014
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