De semblante cordial, mirada clara y transparente, cálido en
sus palabras y en su gesto, así era José Cerro. Siempre cortés y amable en su
trato con los demás, participaba activamente en el grupo de tertulias. En Vida
Creixent aportaba penetrantes reflexiones al grupo. Lleno de acierto en sus
planteos, y con un hondo sentido espiritual, extraía consecuencias para su
propia vida, con el deseo de madurar y abrirse a la palabra de Dios. Sabía
captar y expresar con agudeza el núcleo de su mensaje.
Dos años fueron suficientes para darme cuenta de su
exquisita sensibilidad religiosa. Luchador incansable, tuvo que reponerse ante
los reveses que le dio la vida, con un corazón que siempre sabía perdonar. Se
unió a su esposa, Guillermina, hace 40 años. Se conocieron el día de Santiago
Apóstol, cuando ambos ya eran maduros. Una broma y una llamada cada día, a las
diez de la noche, fueron el inicio de su romance, que culminó al cabo de un año
y medio en matrimonio. Él era administrativo de profesión, le gustaban el
deporte y la música y siempre fue un hombre sano y fuerte, muy creyente y
devoto del Cristo de Medinaceli.
Varias experiencias muy duras lo fueron curtiendo y
preparando para el gran reto de su vida. Hace un año, le diagnosticaron una
enfermedad que lo llevó a una intervención quirúrgica de alto riesgo. Durante
tres meses fue notando una ligera mejoría, pero en otoño, un día de viento y
frío, recayó, y las cosas se fueron complicando. Su dolencia fue haciendo
estragos. Mientras iniciaba su lento declive, hacía un enorme esfuerzo por
estar en función de los demás. Conservaba su delicada cortesía, aunque el
brillo de sus ojos se iba apagando. Finalmente, dejó de acudir al grupo de
tertulias. Dejó un hueco muy profundo y su ausencia se hizo notar.
Tuvo la suerte de poder pasar las pruebas y el tratamiento
en casa, donde contó con la discreta y dulce compañía de su esposa. Subidas y
bajadas al hospital, constante seguimiento y control, análisis… Había momentos
en que parecía mejorar, luego decaía. Eran las fluctuaciones, normales en este
tipo de procesos, hasta que se todo se precipitó.
José, abandonado en manos de Dios, entró en una fase
terminal asumiendo con paz esos momentos en los que la puerta del abismo se abría
ante él. Sus convicciones religiosas no se tambaleaban, pese a su dolor. Yacía,
pero no derrumbado. Permanecía lúcido en su fe; su frágil condición no le
quitaba la fortaleza del alma. Desde su debilidad, una energía inusitada le
hacía estar atento en medio de su agonía. Siempre preguntaba por los suyos.
José fue un testimonio de hombre fuerte y de fe que no se
rindió. Supo ser señor, abrazando su muerte con la certeza de que no era un
final, sino una puerta que se abría para el encuentro definitivo con Aquel que
había sido la razón de su existencia: Dios.
Siempre a su lado, Guillermina, esposa fiel, que lo acompañó
hasta el último aliento, hizo más llevadero el doloroso trance. Ella fue
bálsamo y dulzura para su corazón. Después de 40 años juntos, soñando,
compartiendo, amando, fueron fecundos en sus vidas, tanto en el plano humano
como espiritual. Cuando el amor es tan fuerte, ni la muerte puede truncar la
historia amorosa.
El 6 de marzo ingresó en el hospital y ya no pudo salir.
Entre gemidos, sin fuerzas para abrir los ojos, era muy consciente de que se
iba. Se apagaba y palidecía, pero no dejaba de rezar. Se abandonó totalmente en
Dios en sus últimas horas de agonía. Dócil y humilde, se preparaba para dar el
gran salto de su vida, atravesando el abismo que lo separaba de la eternidad. La
luz del cielo ya invadía su corazón. Poco a poco, rezando en compañía de Guillermina,
ambos cogidos de la mano, dio un suave suspiro y falleció. Eran las diez y
media de la noche en el Hospital de la Esperanza.
Estos días, Guillermina me decía que le costaba mucho asumir
su ausencia, pero que de alguna manera lo sentía muy presente y vivo en ella.
Como toda historia, tiene una parte aquí, en la tierra, y la otra continuará en
el cielo. Porque el amor nunca muere: la aventura sigue en la eternidad, en un
nuevo escenario, el paraíso.
Como nos recuerda san Juan, Jesús dice: No os dejaré solos,
os llevaré conmigo. Qué paz saber que al final de nuestra vida habrá un
encuentro, un abrazo, una mirada de Dios Padre que con antelación nos ha
preparado un lugar para gozar siempre del remanso de su corazón.
Diego, Julita, José… empiezan un nuevo camino gozoso. Son
esos buenos cristianos que van a proteger, cuidar e interceder por la comunidad
que tanto han querido y que ha alimentado su fe. Pidámosles que rueguen por nosotros
para que la parroquia de San Félix sea cada vez más un cielo en la tierra,
donde la caridad sea nuestra razón de ser.
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