El nuevo día amanece más tarde. Los rayos de sol son más
suaves. Las hojas de los plátanos van cayendo lentamente, alfombrando las
calles. Aunque es otoño, la temperatura todavía es cálida. El veranillo de San
Martín, previo al duro invierno, ilumina y da color a estos días. Los rayos
inclinados del sol derraman un calor más suave, pero el contraste de su luz con
el cielo azul y las hojas doradas baña de claridad el paisaje urbano. El mar,
las calles, los árboles, las plazas y los edificios… todo se reviste de belleza
otoñal en esta mañana tan clara.
La naturaleza se despliega siempre, cantando al Creador.
Respiro y doy gracias por tanta hermosura a mi alrededor. Entre el frenesí de
los coches y el trasiego de idas y venidas del gentío comienzo una nueva
jornada laboral.
A media mañana me voy a tomar una infusión calentita bajo el
parasol de una cafetería. El sol ya está alto y empieza a calentar, mientras
soplo el vapor que sale de la taza. Tomo un sorbo y alzo la vista para
contemplar otro paisaje tan bello como el amanecer. El sol, el mar, la luna y
el cielo son maravillosos, pero hay algo inigualable, que es la belleza humana
y sus gestos.
Veo a un indigente delante de mí, haciendo muecas a una
pequeña china sentada en un carrito. Él, grueso y de tez morena, con
movimientos torpes e inseguros, hace bromitas a la niña, que lo observa con
cara de sorpresa y termina sonriendo. Se queda extasiada con aquel indigente
que la hace reír: entre la niña y el anciano se produce una conexión extraordinaria.
Un hombre poco hablador, parco, huidizo, se detiene a hacer el payaso con una
criatura. Ella mira, ríe, mueve las manitas. No hay lenguaje articulado en ese
diálogo insólito, todo son gestos, miradas, muecas cariñosas.
Me emociona ver esta escena. La niña no entiende nada, pero
está a gusto. El hombre ha salido de su muralla, ¡es un milagro! Y la niña ríe,
cada vez más. No lo puedo creer, este hombre, metido en su mazmorra interior,
completamente aislado y desconectado de todo y de todos, está jugando con una
pequeña inocente.
Maravillado, veo como el sol baña sus rostros. No les hacen
falta palabras, bastan sus miradas. Dos culturas, la china y la americana; dos
generaciones, entran en diálogo, saltando todo abismo cultural y social. Dentro
de ese hombre huraño hay escondido un corazón.
Quizás la vida no le ha dado lo suficiente como para que
deje fluir sus palabras, pero algo de amor queda en su interior. Entre ambos se
abraza la fragilidad, encarnada en dos personas tan diferentes: una niña que se
abre como un amanecer y un anciano que ve cómo su vida se va apagando. El sol y
la sombra se abrazan. El hombre, pese a su dolor, se hace un poco niño, y la
niña, con su mirada inteligente, se hace un poco adulta. Ve cara a cara un
rostro curtido por el sufrimiento y la soledad, ¿qué debe pasar por la mente de
esa pequeña, que tanto disfruta con el desconocido que le arranca la risa?
En esta mañana clara de otoño el hombre solitario ha tomado
un sorbo de alegría. Tal vez lo irá paladeando durante el día, guardándolo como
un tesoro en su gruta interior, y le ayudará a soportar mejor el frío que se
avecina. Sin salir de mi asombro, he dado gracias a Dios por contemplar esta
escena llena de ternura de buena mañana. Y me quedo con la sensación de que el
ser humano, pese a sus experiencias llenas de dolor y contradicción, es capaz
de sacar lo mejor de sí. Los límites no pueden con la belleza, con la ternura
ni con el amor. La llamita que todos llevamos dentro, por pequeña que sea, no
se apaga hasta que demos el último suspiro. Desde las profundidades de la
miseria el hombre siempre es capaz de trascenderse, siempre hay un resquicio
por donde puede soplar el aire y reavivar la llama. Las tinieblas no lo
arrastrarán hacia la nada. Aunque indigente y pobre, el hombre capaz de hacer
reír a una chiquilla conserva su dignidad intacta.
Vuelvo a mis tareas, como de ordinario, con un sabor
agradable en la boca y en el alma. No lo olvidaré.
Precioso. Un gran saludoi
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