Cuántas veces me he encontrado con personas que no pueden
vivir sin quejarse constantemente. La vida les ha ido muy mal: el negocio, la
pareja, los amigos, el trabajo, la familia… Todo les ha ido de mal en peor y van
acumulando agravios. No viven, pero tampoco dejan vivir. Cada día les duele
algo. Viven entre frustrados y enfadados con la vida y con todos. Los demás
siempre son los culpables de sus males. Se arrastran, como víctimas, y todos
han de compadecerse de ellos. Nunca salen de este círculo vicioso. Lamento tras
lamento deambulan por la vida a la caza de alguien que les escuche. Y así día
tras otro, hasta hacerse cansinos y agotar a quienes los rodean.
Es difícil ayudar a estas personas, porque muchas veces no
quieren ayuda, sino simplemente alguien que les preste atención. A veces, es
triste pero cierto, seguir hundidas en el problema capta más el interés y la
simpatía de los demás que intentar salir del hoyo. Es muy
fácil que creen dependencias y arrastren a gente buena y compasiva que acaba
atrapada en sus problemas sin solución. En estos casos, lo más aconsejable es
tener caridad y paciencia, pero establecer una distancia prudente.
Pero ¿qué hay detrás de esa apariencia de víctimas? A menudo
se esconde un juez implacable y un orgullo que no cabe en ellos. ¿Qué les ha
pasado? ¿Por qué necesitan ir a machetazos por la vida?
Muchas de estas personas son incapaces de objetivar su
situación y reconciliarse con la realidad. Dejando a un lado las
contradicciones internas, que todos tenemos, la existencia de estas personas es
como el cuadrilátero de los púgiles: siempre necesitan dar golpes a alguien. La
ira, la rabia y la frustración se han apoderado de ellos. Son esclavos de sus
sentimientos.
Y me pregunto: ¿por qué les ha ido todo tan mal? ¿Han tenido
mala suerte? ¿O quizás no han sabido jugar bien las cartas de su vida? Es
verdad que las cartas que cada uno recibe no las puedes elegir, pero tú decides
cómo jugarlas. Y si te equivocas, siempre hay otra jugada en la que puedes
rectificar.
La vida nos enseña que para tener éxito es necesario el
esfuerzo y el sacrificio. Los sueños y los deseos nos estimulan, pero es
necesario actuar para conseguir lo que queremos. ¿Qué pasa cuando no somos capaces
de alcanzar nuestras metas? ¿Qué sucede cuando no podemos sobreponernos a los
golpes y a las dificultades?
El fracaso puede ser un crecimiento
La sociedad, la cultura y la educación no nos enseñan a
gestionar el error y el fracaso. Es más, no perdonan las caídas. Así, aprendemos
a no perdonar ni siquiera a nosotros mismos. Somos incapaces de descubrir que
uno aprende y madura con los errores y los fracasos. La derrota no es fracasar;
la derrota es rendirse y dejar de luchar. Crecer entraña un sufrimiento. Si no
creces, puedes hincharte, pero serás un gigante con pies de barro. Cuando caes
desde tu pedestal el golpe existencial y psicológico puede ser muy profundo y
lacerante.
Pero a veces las caídas son redentoras. Cuántas personas,
después de un accidente que las ha dejado parapléjicas, han sabido luchar para
no caer en el victimismo y han logrado proezas. En cambio, otras personas sin
discapacidad, han sido incapaces de conseguir lo mismo.
¿Dónde está la diferencia? Unos constantemente se están
lamiendo las heridas y otros han sacado fuerzas de su limitación para conseguir
lo inalcanzable. Incluso han llevado a cabo gestas que han supuesto una gran
aportación a la humanidad. Con menos recursos que otras personas más sanas o
fuertes han sabido utilizar su materia gris por encima de sus sentimientos y
frustraciones.
Más allá de los condicionamientos familiares, psicológicos,
sociales y económicos, todo se reduce al ámbito de la voluntad. Vivir es una
cuestión de elección, de optar por lamentarse toda la vida o aprovechar las
circunstancias para aportar lo mejor que somos y podemos. Cuántas personas se
arrastran cabizbajas, sin rumbo, o se emborrachan en la autocomplacencia
mientras van tragándose la hiel que les quema el sentido de la vida. La
tristeza tiene dos caras: la ira contenida o la frustración dormida. En los dos
casos hay una incapacidad para gestionar las circunstancias vitales y una
tendencia a culpar a los otros. Así, encogidas unas y erguidas y petulantes
otras, viven su vida martilleando a los demás en vez de tener el coraje de
dejar de mirarse el ombligo. No se dan cuenta de que ¡hay vida fuera de su
ombligo!
Aprendamos las grandes lecciones que nos ofrece la vida.
Nuestros límites pueden convertirse en lanzadera hacia la plenitud como seres
humanos.
Muy cierto. Me reconozco bastante. Hay que levantarse y luchar. Aunque sea duro. Por los que nos quieren y por nosotros mismos.
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