Hablando con mucha gente he llegado a comprobar que la
palabra que más se repite en sus conversaciones es “yo”. Yo, yo, yo, de manera
insistente. El yo convertido en un Yo en mayúscula expresa el egocentrismo de
tantas y tantas personas con las que he tenido ocasión de hablar. Son de
diferentes extractos sociales, tanto cultural como intelectual y económico.
Expresiones como “yo digo”, “yo pienso”, “yo hago”, “yo tengo” se repiten en su
discurso. Adivino, en estas frases, la tiranía del yo que gobierna sus vidas.
Cuando el yo ocupa el centro del diálogo, de manera
reiterativa, estamos hablando de idolatría: el culto a uno mismo. Cuando el tú
y el nosotros escasean o no aparecen, estamos delante de una soledad enfermiza
e individualista. Cuando el centro de la vida es uno mismo, se inicia un
proceso de deterioro psíquico y espiritual.
Son personas que viven instaladas en el narcisismo y en la
autocomplacencia, que lentamente van endureciendo su corazón. Viven para sí
mismas, se convierten en su propio producto de consumo y viven todas las
relaciones con su entorno en función de sus intereses. Poco a poco, se van
desconectando de la realidad y de las personas que les rodean. Se convierten en
monarcas de sí mismos, sólo importa su existencia y los demás son parte del
paisaje, algo residual, un decorado, un banco o un árbol en la acera por donde
pasan. Como inevitablemente necesitan de los demás, sus relaciones se reducen a
la pura supervivencia, al trato mínimo que no pueden evitar. Pero son
relaciones vacías, sin vínculos afectivos, interesadas y mercantilistas.
Cuando se llega aquí, la situación es cada vez más grave
porque no se puede negar la dimensión social del ser humano. Ante las barreras
psicológicas, la persona encerrada en sí misma buscará paliativos virtuales,
gastronómicos o lúdicos para resolver de alguna manera su aislamiento y
compensar las carencias emocionales y afectivas. Todo lo compra: autoimagen,
personas, estatus, sexo. Vive una doble realidad: lo que es realmente y aquello
en lo que se está convirtiendo. El grado de patología llega a ser tan alto que
no soporta la vida tal como es.
Quien vive desconectado convierte su hogar o su vida en una
cárcel de sí mismo, en una muralla infranqueable. Cuando los demás ya no significan
nada para él, cuando los otros molestan, el núcleo de su existencia se va
apagando. Porque, aunque no quiera salir de sí mismo, en el fondo de su alma
llega a ser consciente de que la soledad como huida no es la solución.
La soledad, que podría ser un espacio de crecimiento, se
convierte para estas personas en una vía de escape que las margina cada vez más
del resto de la humanidad y que va deteriorando su personalidad.
Son muchas las personas que, quizás sin saberlo, han
convertido su vida en una prisión de sí mismos. Viven entre los barrotes del yo
porque no han sabido, quizás, digerir situaciones dolorosas, enfermedades,
rupturas emocionales, pérdidas laborales o profesionales, crisis o fracasos.
Algunas han comenzado ese encierro al fallecer un ser querido. Deciden entonces
culpar a los demás, a la familia, a la sociedad, a la suerte… escondiendo la
cabeza ante los hechos, porque respirar la realidad resulta demasiado exigente.
Es más fácil encerrarse en su mundo que salir de uno mismo. Cuando miras a
estas personas a los ojos descubres un terrible abismo. Aunque dicen que hacen
lo que quieren, porque lo tienen todo y nadie les pone límites, se están
enfrentando al peor de los fantasmas: el vacío. Su carácter se vuelve bipolar,
inestable, colérico. Se sumen en constantes contradicciones, les falta armonía
y esto se refleja en sus rostros. Pueden aparentar una momentánea satisfacción
y tranquilidad, pero de pronto estallan y se convierten en un auténtico
huracán. Es entonces cuando la pérdida de su identidad se manifiesta en toda su
violencia.
Necesitan vivir en una burbuja, en una atmósfera de
autocomplacencia. La brisa de la realidad las dispara y no pueden controlarse.
Su aparente normalidad social es un disfraz para tapar su carencia, porque
tienen que sobrevivir y aparentar que son alguien. Pero detrás esconden miedos,
inseguridad e incapacidad para afrontar cara a cara lo que viven y lo que les
ha pasado. En vez de reflexionar, meditar y buscar el silencio que les
permitiría ver claro, prefieren una soledad vivida como aislamiento. Es una
estrategia defensiva para proteger su fragilidad extrema.
¿Cómo es posible liberarse y salir de esta prisión del
egocentrismo? Armándose de coraje y aceptando con humildad lo que ocurre.
El contacto con la realidad, aunque hiera y duela, ayuda a
salir adelante. Aunque emocionalmente estés destrozado, aceptar las cosas como
son te hace madurar como persona. El silencio y la soledad, cuando aprendes a
aceptar tu vida y tus circunstancias, te ayudan a sacar lo mejor de ti mismo.
Conviertes la experiencia en una gran lección y una oportunidad para crecer.
Cuando uno es capaz de enfrentarse al fantasma más terrible, se da cuenta de
que no puede luchar contra él, porque ese monstruo no existe, está sólo en su
imaginación. Lo único que hay es uno mismo, simplemente, y una realidad que hay
que abrazar tal y como es, aprendiendo de ella por doloroso que sea.
Pienso que a estas personas les falta un buen amigo con tiempo para conversar y ayudarles a pensar en los demás y prestarles algún servicio de voluntariado.
ResponderEliminarConozco personas tal cual las describes.
ResponderEliminarAparentemente lo tienen todo, pero en el fondo no tienen nada.
Lo que te hace madurar, es la adversidad.
Hola, gracias por vuestros comentarios. Asan, efectivamente, ciertas personas con este perfil son tal como dices. Hay una gran pobreza interior. Es verdad que estas personas necesitan escucha y cariño, pero a veces son ellas las que no quieren escuchar a sus amigos, rechazan la ayuda y se acaban aislando incluso de sus seres queridos. No es fácil.
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