Pero yo descubrí entre ambos una complicidad intensa, más
allá de las palabras. Conectaban tanto
que no importaba lo que pudieran pensar los demás. Los ojos del niño brillaban,
parecía una gacela saltando con agilidad; el abuelo lo imitaba, y para mí era
un deleite ver a ese niño grande, disfrutando de la experiencia lúdica.
Pensé entonces que entre nietos y abuelos a veces se produce
una sintonía muy especial, una relación bonita y diferente de la que se da con
los padres. Aquella escena me pareció
conmovedora: la diferencia de edad entre ellos quizás era de unos 75 años. Sólo
se puede llegar a este grado de conexión si el anciano se vuelve como otro
niño, y lo hace porque los vínculos son necesarios y la dimensión lúdica es
fundamental en la relación con los niños. Para crecer necesitan un espacio de
ternura y amor, y también de juego, que pondrá las bases de una buena educación
para alcanzar su madurez emocional y psicológica.
El esfuerzo del abuelo por adaptarse al niño y correr con
él, con sus gestos, con sus movimientos, y con una alegría desbordante, es la
mejor enseñanza. Ese niño, cuando sea adulto, sabrá dedicar tiempo a sus hijos
y a sus nietos, aprenderá a jugar con ellos echando mano de su creatividad y su
cariño.
Me detuve a mirarlos, profundamente emocionado, y me di
cuenta de que los niños necesitan sentirse queridos, necesitan sentir afecto.
No sólo que se les diga «te quiero», sino que se les manifieste en gestos
reales: jugar y pasar tiempo con ellos les demuestra que realmente ocupan un
lugar en el corazón de sus padres y abuelos. Es cierto que esto requiere una
gran dosis de paciencia, tiempo y un caudal de ternura enorme.
El substrato de valores que inculquen los padres a los hijos
es decisivo para el futuro adulto. La educación debe encontrar el equilibrio
entre exigencia y dulzura para estimular los talentos y mejorar la conducta.
Una exigencia rigurosa, que acaba en beligerancia, puede generar rupturas y
lejanía Educar con firmeza no significa ser duro. Pero también es verdad que la
ternura no debe caer en la blandenguería y el sentimentalismo fofo. Esto podría
convertir al niño en una persona frágil, incapaz de proyectarse y afrontar los
desafíos de la vida. Es un desafío para los padres.
Educar jugando
La educación debe sumar lo lúdico, lo ético y lo
intelectual: estudio, juego y moral. Viendo a aquel anciano jugando con su
nieto me di cuenta de que él seguía teniendo corazón de niño. ¡Qué importante
es no perder la frescura, la mirada limpia, abierta a la belleza, a la
sorpresa, al aprendizaje! Nunca deberíamos perder la capacidad lúdica.
Recordar nuestra infancia nos ayudará a conectar con ese
niño que vive todavía dentro de nosotros, y que la sociedad, a veces muy
farisaica, entierra bajo el peso de una
cultura contradictoria en sus valores.
Cuando uno va envejeciendo se pierde la elasticidad de la
piel, también del alma. Para muchos, las experiencias sufridas los han marcado
tanto que ni siquiera se acuerdan de sonreír, viven siempre de mal humor o se
quedan con la parte amarga y negativa de su vida. Otros se aferran a una
moralidad rígida que ha anestesiado al niño que balbucea en su corazón.
Lo que vi en esa tarde de septiembre me hizo pensar que
reconciliarse con el niño interior es una forma de recuperar la libertad que
nos hace enamorarnos del mundo y de la vida. El qué dirán y lo «políticamente
correcto» son formas de autolimitarnos y cortarnos las alas. Una sociedad tan
pendiente de caer bien y de la aprobación ajena puede llegar a esterilizar el
potencial creativo de muchos genios. Todos
deben encajar en ciertos esquemas y los que no, son rechazados.
Esa tarde, viendo jugar al abuelo y al niño como dos
cachorritos, me di cuenta de que aquel momento para ellos lo era todo. Los
seres humanos alcanzamos nuestra máxima expresión como homo ludicus. Ojalá
no olvidemos nunca que fuimos niños y que nuestros abuelos nos cogieron de la
mano y nos ayudaron a subir las montañas de nuestra existencia. Ellos son parte
de lo que ahora somos.
Que curioso es crecer, dejar de ser niño, para, al final, darnos cuenta de que la sencillez, el asombro y la alegría de la infancia son los rasgos que nos hacen más felices.
ResponderEliminarOjala nunca dejemos de tener el corazon puro del niño que todos llevamos dentro
Excelente meditación
Mis abuelos no jugaron conmigo eran muy cerios. Por tanto no viví esa experiencia . (Los quise mucho
ResponderEliminarLa escena que usted comenta es ejemplar y seguro que hizo mucho bien a quienes les vieron y comunicaron la felicidad de abuelo y nieto.
ResponderEliminarLa diferencia entre el amor a los hijos y los nietos es la serenidad, el tiempo el renacer a una edad temprana. Es amor sin presiones, puro, libre.
ResponderEliminarMuy bonito y alentador!
ResponderEliminarPadre Joaquín, leyendo su publicación, hermoso texto, hablando de los abuelos, que suerte tuve, de vivir tantos hermosos momentos con los cuatro abuelos, a mi me han marcado cada uno de ellos , para bien, estoy llena de hermosos recuerdos y vivencias, mis dos abuelas me marcaron mi forma de ser, una la fuerza y el coraje , y la madre de mi padre en la Fe.. cuantos recuerdos, que como dice usted, alimenta el alma..
ResponderEliminarComo siempre tan certero, y humano, padre Joaquín..
Yo me considero un privilegiado por haber llegado a conocer hasta una bisabuela. Un tesoro que no tiene precio, una fortuna que no la cambio por nada, una riqueza que engrandece la personalidad del individuo.
ResponderEliminar¡Qué hermoso! Al igual que algunos de los que han comentado, he disfrutado de un gran regalo: conocer a mis cuatro abuelos y pasar mucho tiempo "de calidad" con ellos. Hablando, paseando, jugando, aprendiendo con ellos. ¡Impagable! No puedo concebir mi niñez sin ellos (y el resto de mi vida).
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