Como bien sabéis muchos de mis lectores, en verano procuro pasar unos días lejos de mi lugar habitual de trabajo para descansar, revisar el curso pasado y planificar el que se inicia en septiembre. Es un tiempo de sosiego y calma interior, un cambio de ritmo e intensidad en mis quehaceres, que me ayuda a focalizar y orientar el nuevo curso, con el fin de mejorar y que suponga un mayor crecimiento humano y espiritual. Se trata de perseverar y acertar en mi cometido pastoral. Para esto necesito retirarme para cambiar de perspectiva y ver interiormente dónde estoy y si todo lo que hago está en sintonía con lo que soy y con mi misión. Un profundo análisis se hace necesario para no caer en errores y mejorar toda la labor. La finalidad es dar los frutos deseados en la ardua tarea de dirigir una comunidad llamada a vivir de manera coherente y sintiéndose parte de un proyecto común.
Un ritmo sosegado
Cuando disfrutas de un espacio en medio de la naturaleza, de
inmediato te das cuenta de que el ritmo interior se desacelera y la calma te
invade. Te percatas de la velocidad interna y el ritmo frenético que has
incorporado vitalmente en tu día a día. Pero en el campo la velocidad disminuye
y eres más consciente del presente y hasta de tu propia respiración. La carrera
cotidiana se convierte en un caminar; la mirada se vuelve más lúcida y la
capacidad de análisis se agudiza. Una mayor clarividencia te ayuda a penetrar
con más profundidad en todo cuanto te rodea.
Es entonces cuando estás preparado para bucear y divisar los
corales submarinos del mar de tu existencia; descubres el enorme tesoro de tu
corazón, que has olvidado con el frenesí diario que te impide ser consciente
del potencial espiritual que todos llevamos dentro.
El silencio
La segunda cosa que observo es que no sólo nos hemos
acostumbrado a la velocidad, sino al ruido como algo natural. Hemos integrado
la contaminación acústica como parte de nuestro día a día y el cerebro se nos
ha acostumbrado sin darnos cuenta. Esto afecta no solo a nuestra psique, sino
también a los finos capilares de nuestro oído, dejando secuelas neurológicas. El
ruido dispersa y aturde; es un ataque directo a la armonía interior. El ruido
no nos deja escuchar bien, interfiere en las comunicaciones y mengua la calidad
de las relaciones humanas. Pero lo peor es que acabamos necesitando el ruido
para no sentirnos solos; nos envolvemos de todo tipo de ruido porque nos asusta
vivir el presente de verdad.
Hemos de distinguir entre el ruido provocado por la propia
actividad humana y laboral entre el ruido que producen las músicas adictivas
que sirven como refugio y escape a tantas personas. La música las ayuda a
aislarse del entorno.
Hay otro ruido, que es el que llevamos dentro: es el runrún
de nuestra mente que no sabe cómo parar. Todos estos ruidos van fragmentando a
la persona y la incapacitan para ver su propia vida con objetividad.
Una vez llegas a un marco natural donde el ruido cesa los
únicos sonidos son los propios de la naturaleza: el viento, los pájaros, el
murmullo de los árboles, y el silencio del campo. Este silencio, que a los
místicos les ayuda a caer en éxtasis, no es un silencio que asusta, sino todo
lo contrario. Te hace sentir una experiencia nueva de conexión íntima con Dios
y con la creación. Es un silencio que te catapulta hacia la inmensidad del
cosmos de tu corazón, una vibración íntima que tiene que ver no sólo con lo que
sientes, sino con la certeza de que hay algo más allá de lo empírico y lo
racional. Tiene que ver con el descanso del alma, una experiencia sublime que
te invita a entrar en comunión con Aquel que es la razón de tu vida.
Dejarse amar
En esta situación no se trata de hacer, sino dejar que te
moldee con la dulzura de su amor. Dios, que te ha creado, te hace descubrir la
belleza de un amor que te envuelve y que sólo puedes vivir cuando paras, cuando
dejas de controlar el tiempo, cuando te dejas mecer por sus manos llenas de ternura,
cuando parece que todo se detiene y el centro de tu vida es Él.
Él es quien ha hecho posible mi existencia, mi propósito, mi
vocación. Él hace posible que yo pueda amar y dejarme amar. Sólo cuando me dejo
penetrar por el silencio que repara me siento, regenerado, resucitado. Puedo
nacer de nuevo, soy otro. Ya no soy el mismo ese que toca con sus manos el
cielo y que empieza a descifrar el lenguaje del silencio, una melodía que viene
de lo alto y que me revela mi indigencia, mi radical dependencia de lo
sobrenatural.
Estos sorbos intensos de silencio me ayudan a reafirmarme en
mi propia identidad vocacional. Por eso necesito dejar el ruido, apartarme unos
días y beber de la fuente de aguas cristalinas de Dios.
En silencio nos habla Dios.
ResponderEliminarTanto el ruido como el silencio,si los elegimos nosotros,alegran el alma.Un patio sin escolares en verano puede ser triste de ver,por mucho que sus habituales usuarios disfruten de vacaciones.El griterío de los escolares denota actividad,alegría,disfrute.Lo mismo pasa con un concierto musical,nos estimula,reduce el stress porque esa música que elegimos es la que nos aporta bienestar.Lo que nos dará paz,palabra clave,es lo que nuestro interior precise en cada momento.
ResponderEliminarGracias padre Joaquín, por compartir con nosotros su “precioso” relato sobre el silencio el cual es tan necesario en nuestras cotidianas vidas.
ResponderEliminarLeer su escrito, me transmite sus más íntimas sensaciones, las cuales me llenan de alegría y paz interior al leerlas en “silencio”, de nuevo gracias padre Joaquín.
Un fuerte abrazo