Como bien sabéis muchos de vosotros, durante casi veinte
años estuve realizando mi labor pastoral en Badalona. Para mí fue un tiempo
especialmente intenso; allí creé una fuerte red de amigos que sigue estando
viva, después de diez años. Esta red de buenas personas la voy alimentando con
llamadas, escritos, por Internet y con encuentros presenciales, para seguir
fortaleciendo los vínculos con todos ellos. La amistad es un hermoso tesoro que
conservo desde siempre.
Una de estas personas es madre de un hijo único con la que
siempre he mantenido una especial comunicación. Es alegre, simpática, expansiva
y de una enorme sensibilidad. Me comentaba, estos días, que le costaba mucho
pasar el confinamiento. Se limitaba a salir para atender necesidades esenciales,
como comprar alimentos o ir a la farmacia. Especialmente lo estaba pasando mal
porque hacía tres semanas que no veía a su hijo, y sentía pena por no poder
abrazarlo como solía. Noté, mientras me hablaba, que su tono de voz era más
bajo y discreto, que luchaba por contener su emoción, aunque la voz le
temblaba, entre momentos de silencio. Por fin estalló, y sin poder evitar el
llanto, con profunda tristeza, me explicó que el día anterior se llamaron, ella
y su hijo, para pasarle el carro de la compra, pues su esposo había ido al
supermercado para aprovisionarse. Quedaron abajo, en la puerta del bloque, y
ella sentía que el corazón saltaba en su pecho y una pena terrible la llenaba.
Cuando lo vio, a una distancia de 50 metros, un impulso incontrolado los llevó,
a madre e hijo, a correr el uno hacia el otro. Los dos estaban protegidos con
su mascarilla, pero una fuerza mayor los hizo fundirse en un abrazo.
¿Sintieron miedo? El impulso amoroso fue más fuerte. Ese
abrazo que anhelaban no estaba exento de riesgos, pero la madre necesitaba
estrechar a su hijo, y él acogió su afecto. Ambos necesitaban el contacto,
cruzar miradas, sentir el corazón del uno contra el otro.
La madre me llegó a confesar que estaba dispuesta a darlo
todo, hasta su vida, por ese abrazo, que fue como un dulce bálsamo para su
corazón inquieto. Gracias a Dios, ambos están bien y más tranquilos.
Esta conversación me hizo pensar mucho en la importancia de
los afectos en la vida diaria. Sin ellos nos falta algo para nuestro equilibrio
emocional y espiritual. Estamos hechos de esta naturaleza; nuestra piel nos
pide ternura, y expresarla con un gesto físico es un impulso innato en la
persona. No sólo somos inteligencia; crear lazos afectivos forma parte de
nuestra realidad humana. Lo llevamos inscritos en nuestro ADN. Somos gregarios
y la comunicación cara a cara es fundamental para el crecimiento humano.
Sí, quizás esta madre y este hijo fueron imprudentes.
Recuerdo el abrazo de san Francisco a un leproso. Más allá de una imprudencia,
el ser humano es impredecible y nunca sabremos todo lo que pasa en su corazón y
en su cerebro. Pero la falta de conexión afectiva puede ser tan letal como el
propio virus. Con esto no digo que la gente deje de estar confinada en casa; es
más, pido por favor que sigan y que aprendan a contener sus emociones. Pero
siempre estamos en riesgo. Y la necesidad de abrazar puede llegar a ser tan
importante como el comer.
La otra lección que podemos aprender es que, no porque haya
peligro de contagio los vínculos tienen que desaparecer. Cuando estos son
sólidos y fuertes, no hay que tener miedo. Lo auténtico y lo profundo perdura y
estos momentos difíciles lo ponen a prueba. Si las personas se quieren de
verdad, el virus no matará el amor, aunque tengamos que lidiar con la soledad y
la distancia. Si el amor está muy enraizado, nada podrá acabar con él.
Aprendamos a valorar el regalo del otro, especialmente
cuando no lo tenemos cerca. Sólo desde la lejanía nos damos cuenta del tesoro
que supone tener un ser querido. No dejemos que esta soledad obligada nos
angustie, sino que demos gracias por lo que tenemos y hemos recibido de tantas
personas buenas. Quedaos en casa, por favor. No temáis a la soledad. Este
periodo de receso será un trampolín hacia nuestro ser más profundo.
Gracias!!
ResponderEliminarQué gran verdad! El amor entre una madre y un hijo no hay barrera ni virus que los separe
ResponderEliminarGracias por esta reflexión, llevamos cuatro semanas sin ver a dos de lis tres hijos que tenemos, aunque hablamos diariamente y los vemos por videollamada, necesitamos abrazarnos. Esperemos que pronto pase este mal sueño. Gracias, un enorme abrazo.
ResponderEliminarQue reflexion mas bonita y que necesitados estamos de estos gestos.Gracias y cuidese mucho.
ResponderEliminarGracias a vosotros. Ojalá pronto podáis abrazar a vuestros seres queridos. Podéis compartir esta reflexión con otros.
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